Otro paso en la rebelión de los gatos

31.5.07 9 Comments

Ha aparecido en China un gato al que le crecieron alas. A no confundirse: no se trata del clásico minino aludido en la canción “El gato volador”, del grupo Cuentos de la Cripta, sino de un simple gato chino al que le crecieron alas. Que no le sirven para volar, en todo caso.

Según la dueña, la aparición de las alas se debería a que tuvo sexo con muchas gatas diferentes en pocos días. Los científicos descartan esa tesis, y dicen que se trata de una mutación genética. Otros dicen que si el motivo esgrimido por la anciana fuera cierto, varios futbolistas y animadores de por estos lados andarían volando, al igual que modelos y chicas de programas de TV. Un desvío: a mí las alas me recuerdan irremediablemente a Michael, esa no-tan-buena película en que John Travolta es Michael, el arcángel, con ponchera, fumando y tomando cerveza. La escena en que baja las escaleras apenas despertado, en calzoncillos y acomodándose cosas que yo creía que los ángeles no tenían, es lo que salva a la película. Vuelvo del desvío.

Cuentan los rumores que el gato en cuestión formaría parte de la esperada rebelión mundial felina, en la que, cómo no, hay presencia chilena. Sí, porque en esta organización de alcance planetario cumplen roles relevantes tres compatriotas, a saber:

La Gata Luz, que luego de ser encontrada jugando con el murciélago, además de desaparecer por un buen tiempo se ha convertido en el Batman de los gatos. Dicen fuentes allegadas que cuenta con poderes sobrenaturales que le han permitido, por ejemplo, evadir a los funcionarios de oscuras reparticiones que intentaban asesinarla.
Cuchi-cuchi, gata oriunda de Lenca, Décima Región, quien es madre, profeta y médium que se comunica con el verdadero cerebro de esta rebelión mundial, poder en las sombras y Gran Hermano de los gatos implicados, el célebre –y también chileno– Gato Mono.

Cuentan fuentes cercanas que en el seno de esta organización se vetó el ingreso –pese a sus reiteradas postulaciones­– del Gato con botas, por su oscura relación con un personaje de nacionalidad incierta. El famoso cucho no pierde las esperanzas y sigue insistiendo, pues cree que es verdad el “nosotros te llamamos” que tuvo por respuesta la última vez que se apersonó en la sede central de los gatos.


La desaparición, durante este mes, de un cachorro de león del circo Panamericano en su paso por La Serena, estaría inserta también en esta avanzada felina hacia el poder, pues el león sería un enviado de Gato Mono.


Por mi parte, simplemente manifiesto mi profunda preocupación. Las señales son evidentes: los gatos se acercan cada día más al control planetario. Y yo detesto a los gatos. Aunque entre Bush y compañía y Gato Mono con sus secuaces…

Uniformismos

25.5.07 25 Comments

Dejando de lado –por un rato– el tema culinario, retomo mi temática lingüística.
Los uniformismos son esos términos y expresiones utilizados por la mayoría de los uniformados de nuestro país, no importa el rango o el color del uniforme, ni si sirve en una institución del Estado o en una empresa privada.

El uniformado tiene un idioma propio. Pero no sólo eso. También tiene un tono de voz propio. Ese tono oficial para referirse incluso a cosas del diario vivir. Lo puedo ver, sentado a la mesa, pidiendo a su señora en tono solemne que proceda a facilitarle la sal, de lo contrario tendrá que hacer uso de las atribuciones que la ley señala para estos casos.

Muchas veces los comunes y silvestres civiles no comprendemos a cabalidad los términos, el idioma, las motivaciones, la vida misma de los uniformados. En un supremo esfuerzo por ayudar en la comprensión de estos dos mundos, aquí va una enumeración de los vocablos que usted debe, como mínimo, conocer.

Una salvedad: los miembros de la policía de investigaciones o “civil” califican, para estos efectos, como uniformados.

Proceder a. El uniformado no hace las cosas, sino que procede a hacerlas. Aunque por lo general esto suena divertido, pintoresco y varios otros adjetivos, hay situaciones en las que simplemente aparece como increíble. Como cuando el carabinero sobreviviente de la tragedia del río Teno contaba que, junto a su fallecido camarada, “procedieron a ingresar al agua”. Las imágenes captadas por la televisión eran elocuentes: lo que en realidad pasó fue que el río procedió a llevárselos, con las conocidas consecuencias. Este verbo, predilecto de los uniformados de todos los rangos de nuestra nación, ha masificado el uso de otro gran término, que continúa con esta lista.

El procedimiento. Sirve para denominar cualquier cosa. Desde un operativo que desbarata una red de tráfico de drogas –será descrito como un procedimiento antidrogas– hasta el arreglo del techo del retén, en lo que será denominado un procedimiento de mantención. Este vocablo, adoptado por otros gremios como el periodismo, surge de la ya descrita obsesión del personal uniformado por proceder a cualquier cosa.

El efectivo. Sirve para denominar a cualquier uniformado. Hay, eso sí, variaciones dentro de esta clasificación: están, por ejemplo, el efectivo policial, el efectivo militar y el efectivo bomberil. No pocos habrán notado la paradoja de esta denominación, considerando que la mayoría de las veces estos personajes son lo menos efectivo que puede existir.

El antisocial. No es el que no gusta de la compañía o los eventos. No se trata de la Némesis de Juanito Yarur, Julita Astaburuaga o Mary Rose Mac Gill. Es simplemente el término escogido por los uniformados para referirse al delincuente, malhechor o truhán que asola nuestras ciudades cometiendo sus fechorías.

El recinto. Este gusta mucho también. Sirve para referirse a cualquier casa, edificio o construcción de las más diversas características y fines. Así como con los efectivos, también hay varias subcategorías: el recinto penitenciario –imposible llamarlo cárcel, claro–, el recinto asistencial –léase hospital, posta o consultorio–, el recinto educacional para hablar de un colegio, universidad o instituto. Y así se podría seguir hasta el infinito.

La institución. Término utilizado para referirse a la rama o empresa en la cual el efectivo desempeña funciones. Así, el carabinero al hablar de la institución se refiere a Carabineros de Chile, el militar al Ejército y el guardia de seguridad a la empresa para la cual trabaja. Lo curioso es que hablan de la institución como si fuera una persona: muchas veces la institución piensa algo, y otras tantas siente. Por eso lo de “el sentir de la institución”. Los demás efectivos de la institución son siempre los "compañeros de armas". Espantoso.

Hablar en clave. Algo que simplemente los desquicia. No hay nada que pueda gustar más a los efectivos de cualquier institución que hablar en clave, ojalá por medio de radios. Así, no es raro que informen –además de la realización de tal o cual procedimiento– la ocurrencia de, digamos, un “doceveinticuatro”, o un “PPI (se pronuncia pepeí) en progreso”. Además, los mismos uniformados adoptan nombres como “base uno” o cualquier sigla de origen incomprensible. Esta es una obsesión que cruza todos los estratos uniformísticos. Sin ir más lejos ayer, en un reconocido mall santiaguino, procedí a dirigirme a mi automóvil con mi muy embarazada cónyuge, para lo cual debía cruzar el mall a una hora en la que se encuentra cerrado al público. El guardia nos informó que debíamos dar la vuelta por fuera, pero ante la evidente preñez de mi señora optó por dejarnos pasar, previo aviso –vía radio– a un guardia que en ese momento se encontraba a unos 15 metros. Nada de “oye Lucho, va una señora con guata”. No señor. La cosa fue más o menos así:
-Mall uno a mall tres. (bis)
-Aquí mall tres, cambio.
-Va una pareja al estacionamiento, pasaron porque la señora va embarazada, cambio.
-Copiado mall uno, los veo, cambio.
-OK mall tres, por favor acompáñelos, cambio.
-Entendido mall uno, fuera.

Lo ridículo es que nosotros íbamos caminando, y en medio de los dos guardias los veíamos y escuchábamos a ambos. Y en directo, no por la radio.

Tomar contacto visual. La forma rebuscada para decir que vio algo. Así, no es raro escuchar cómo el efectivo de una determinada institución, en su relato, cuenta haber tomado contacto visual con la persona encontrada, con el auto desbarrancado o con cualquier cosa que se encuentre luego de haber estado perdida.

El recurso loco. Utilizado frecuentemente para referirse al preciado molusco, en especial para comunicar decomisos en tiempos de veda. Nunca he llegado a comprender por qué no se habla simplemente de los locos, o cuando se quiere evitar la repetición, intercalando loco y recurso. Pero “recurso loco” es francamente impresentable. Aunque más impresentable es extenderlo a otros recursos. Hace pocos días escuché en la radio a un efectivo de carabineros de una ciudad de la Región de los Lagos refiriéndose al decomiso de un cargamento de “recurso chorito” que estaba contaminado con marea roja. Si el recurso loco ya es mucho, el recurso chorito simplemente es de otro planeta.

Para el final dejé uno que me impactó ayer, cuando lo escuché por la radio. El efectivo narraba el robo que sufrió una exclusiva boutique en la calle Alonso de Córdova. Explicó cómo llegaron los efectivos, en un rápido procedimiento, ante el aviso de la situación. Llegado a ese punto, y recurriendo a una inflexión en su ritmo narrativo, procedió a contar cómo “los antisociales arrancaron de infantería, o sea, corriendo”. Textual. No solamente aplicó un término puramente militar a los asaltantes, sino que además se dio el lujo de explicarlo a los auditores. He de reconocer que me alegró el día. Nadie puede llegar a ese nivel.

De mantel largo

13.5.07 17 Comments

Heme aquí otra vez. Y, aunque parezca majadero, seguiré con el tema culinario. Quiero ahora, eso sí, mostrar lo que –con una cursilería sin límite, y ya con demasiada frecuencia– se ha dado en llamar “la otra cara de la moneda”. Detesto esa frase. No más fuentes de soda, ni algunas de sus más recurrentes tradiciones decorativas y de infraestructura. Ahora es el turno de los restaurantes finos. Ésos llamados “de mantel largo”, como si la extensión de un pedazo de género significara algo.

La decoración de estos locales es por lo general algo pretenciosa, aunque nunca tanto como para molestar. Manteles largos, obviamente, blancos –como mucho blanco invierno, en un arranque de originalidad– infinidad de cubiertos con más o menos recovecos, aunque siempre de considerable peso, copas de cristal, loza blanca impoluta. Aquí, a diferencia de las fuentes de soda, es casi imposible ver un plato o un vaso picados. Y –detalle importante– los vasos los secan.

Si pide hielo, el mozo –vestido impecablemente, y con unos modales que muchos de los clientes deberían imitar– traerá una cubeta de acero inoxidable, en un pedestal especialmente diseñado al efecto, con finas pinzas para que no se le vayan a enfriar los dedos.

La música ambiente es suave, idealmente new age o jazz, nada de cosas estridentes. La conversación de los comensales es en voz muy baja, salvo casos aislados de clientes poco asiduos a este tipo de locales, los que bien podrían calificarse de “chancho en misa”. El equivalente –a la inversa, eso sí– de una elegante señora –collar de perlas incluido– comiéndose un completo en una schopería. Curioso, por decir lo menos.

El baño merece un capítulo aparte. Suave música, un fino olor que impregna todo alrededor, toallas tibias para secarse las manos. Nada de esos poco glamorosos secadores eléctricos que tiran aire con gran eficiencia, pero haciendo un ruido que puede perturbar el obrar de los finos clientes.

Pero donde los restaurantes finos de verdad destacan, más allá de la variable calidad culinaria, es en la originalidad de sus cartas. En eso sí que marcan la diferencia. Las cartas de estos restaurantes son, sin duda, la mejor prueba de que Chile es un país de poetas. Qué Neruda, qué Mistral, qué Parra. Los que escriben estas fantasías deberían llevarse el Nobel. Verdaderas joyas literarias. Y es que en este tipo de restaurantes las joyas abundan. Además de las literarias, están las culinarias y, sobre todo, las joyas-joyas. Aquí, las que se pueden leer en el menú. Todas absoluta y totalmente verídicas, por cierto. Bon appétit.

Isla de Wagyu servido al estilo japónico. Básicamente, una carne carísima con una salsa pseudo oriental. Lo de isla porque la carne está rodeada de dicha salsa, claro. Una cursilería impresionante.

Steaks de faisán del mar con gajos de papa al horno, hierbas aromáticas y perfume griego. Como para impresionar a cualquiera, ¿no? Sobre todo lo del perfume griego.

Filete de congrio dorado, servido con hongos del bosque europeo, salsa de tupinambo y caviar. Me gusta lo de los hongos del bosque europeo. Lo encuentro –cómo decirlo– de una exclusividad sin igual. Como –perdonen la comparación– limpiarse con papel higiénico de pueblo a las orillas del mar Caspio.

Gnocchi de berenjena con alcachofas, tomillo, langostino en delicada salsa de crustáceo. Siempre me ha llamado la atención que se hable de crustáceo. ¿Será salsa de jaiba, de centolla? A lo mejor es de lo que haya, y por eso lo genérico del término. En fin, encuentro que hablar de crustáceo es una de las máximas siutiquerías que puedan existir.

Ensalada de achicoria amarilla con trilogía de cítricos, con ola de crustáceo ecuatoriano al jengibre. Además del crustáceo, aquí es una “ola de crustáceo”. ¿Qué demonios será eso? Y como si fuera poco, con trilogía de cítricos. Es que ahora todo es trilogía. Para mí, LA trilogía es Star Wars. Si me apuran, El Señor de los Anillos también califica. ¿Pero una salsa, o un plato? Por favor.

Lomo de cordero a las tres pimientas, ensalada del campo refrescada en una tormenta de menta. Poesía pura, sobre todo por la rima, una maravilla digna de los mejores exponentes poéticos de la historia universal. La sutil trilogía pimienta-tormenta-menta hace a esta soberbia pieza de poesía merecedora del Nobel de literatura por sí sola. Muchos poetas han muerto –y morirán en el futuro– buscando la musa inspiradora que les susurre al oído una frase así.

Loco de Puerto Montt en espejo con salsa de palta, dressing César y camarón ecuatoriano salteado. Tal como las trilogías, ahora todo viene en “espejo”. ¿La traducción para un ciudadano cualquiera? Una capa –delgadísima, por cierto– de una salsa cualquiera. En este caso, se trata de un loco con palta molida. Lo de espejo no hace sino evidenciar que la salsa de palta será más bien escasa, como repartida con un pincel por el plato. Nada de porciones grandes, por cierto, ya que eso no es fino.

Lujuria de crema de fresa, sorbete de mandarina, leche de trufa. Postre que probablemente sea riquísimo. Pero de ahí a llamarse lujuria hay un paso, creo.

Trilogía Light. Otra vez la trilogía. En este caso, básicamente alguna fruta con un par de sorbetes sin azúcar. Casi no califica como postre.

Para el final he dejado un plato que me cautivó. No porque lo haya probado, ni porque los ingredientes me parezcan atractivos. Simplemente encuentro que la descripción superó cualquier cosa antes vista.

Paralelepípedo de queso cabra marinado al aceite extra virgen de oliva con tomillo, tomate confit, prosciutto de jabalí, con salsa de olivo y hoja del campo. Independiente de la cantidad y calidad de los ingredientes, nadie puede hablar de un paralelepípedo de queso de cabra. Simplemente espectacular, el colmo de la creatividad literaria, en este caso combinada magistralmente con la geometría. Sin embargo, tiene un grave problema: no podría pedirle al mozo este plato. O al menos no sin reírme sonoramente. Y eso, en estos lugares, es de pésimo gusto.

Servicio culinario

3.5.07 16 Comments

Siguiendo con el análisis pseudo culinario, esta vez me permitiré profundizar en el ámbito culino-servicial, término recién inventado que –independientemente de su desastrosa fonética– busca referirse a la implementación utilizada para servir la comida en las fuentes de soda, restaurantes olvidados, picadas y demás locales por el estilo que pueblan profusamente nuestro territorio.

Porque si bien nuestro país tiene una comida más bien aburrida –tomaticán y otros casos puntuales aparte, para que no se enojen algunos– en lo que se refiere a la decoración e implementación de los locales gastronómicos podemos dar cátedra a nivel mundial.

Sólo recuerde alguno de esos restaurantes de pueblo en los que todos hemos estado alguna vez, perdido entre casas de adobe y calles de tierra, de esos de comida bien casera. Uno de esos locales familiares, que como gran exclusividad, anuncia que es “atendido por su propio dueño”. Cierre los ojos y trate de visualizar la implementación utilizada para servir la comida. ¿Ya se está riendo? ¿Todavía no?

Trate entonces de recordar los paños tejidos a crochet por todas partes, las figuras de lapislázuli, los calendarios de Malta Morenita cuando Pamela Díaz aparecía en ellos y no en la televisión. Recuerde las fotos de paisajes alpinos, los relojes murales con abundancia de dorado, las flores estridentemente plásticas. ¿Ahora sí? Entonces vamos con el recuento.

Las mesas: primero lo primero. Porque para comer parados hay otros locales. En estos clásicos hay mesas, y qué mesas. Los clásicos son dos: patas de fierro blancas, cubierta de melamina blanca redondeada en las esquinas, con espacio entre las patas y la cubierta. Se agrega una perforación al centro para el quitasol en el verano. Propia de los locales menos refinados, por lo general son financiadas por alguna bebida, que puede gracias a eso publicitar su logo en el quitasol. La segunda opción, algo más “elegante”, es la mesa de patas de fierro muy delgado, negro esta vez, con una cubierta muy gruesa de esa melamina imitación mármol, idealmente en gris. Todo un lujo.

La loza: para comer se necesita poner la comida en platos, claro. A no ser que uno sea prehistórico o esté comiendo costillas. En fin. En este caso, los platos deben ser de cerámica bien gruesa. De esos que pesan kilos aunque estén vacíos. Siempre con los bordes saltados, y de diseños distintos mezclados en la misma mesa. ¿Los más clásicos? Flores de todo tipo, o color crema con una par de líneas en el borde, de dos tonos café o verde, por lo general. No es raro encontrarse con la variación del plato de vidrio verde, también muy grueso. Si el restaurante gozó de mejores tiempos, puede quedar algún plato –o taza, más comúnmente– de un juego de loza igualmente grueso pero con paisajes pseudo ingleses en azul. Si lo da vuelta, leerá claramente “Lozapenco”. Feliciano Palma que, pese a todo, sigue diciendo presente.

Los cubiertos: también denominado “servicio”, vaya a saber uno por qué cosas de la vida. Al igual que los platos, y más notoriamente, deben ser de diferentes juegos. Pesados y livianos, grandes y chicos, brillantes y opacos, una infinita mezcla de estilos, épocas e incluso materiales. Es imperativo que al menos un tercio de los tenedores tenga algún diente chueco, que terminará indefectiblemente clavado en el labio o el paladar del comensal. Si tiene la suerte de recibir un cubierto con el mango chueco, no cometa el despropósito de tratar de enderezarlo. De seguro quedará con un pedazo en cada mano, y recibirá la mirada de odio del dueño. Con suerte, porque probablemente se lo incluirán en la cuenta.

El mantel y los individuales: por lo general elementos excluyentes entre sí, los manteles e individuales de estos locales tienen una importante característica en común: son de goma. PVC, látex, lo que sea. Pero goma. Manchados, con los diseños gastados de tanto pasarles el paño húmedo por encima. Porque eso es lo más cerca que han estado, y estarán alguna vez, del agua. Claro, si para estar lavando hubieran comprado accesorios de género. Los motivos de los individuales –también variados en la misma mesa– son similares a los platos: muchas flores y líneas en tonos verde y café. En el caso de los manteles, también es común el clásico cuadrillé, de preferencia azul o rojo. El colmo de la elegancia es el escocés.

Para beber: junto con preguntar qué va a beber la dama, el mozo depositará sobre la mesa las clásicas cañas, esos vasos de vidrio grueso en los que nada cabe. Poco más grandes que dedales, siempre tienen los bordes picados y, detalle importante, están mojados. Por alguna extraña circunstancia, en estos locales los vasos se lavan, pero nunca –nunca, de verdad– se secan. En los locales más finos los vasos tienen algún relieve, por lo común un racimo de uvas o algún otro motivo frutal. El colmo de la fineza es el vidrio con un ligero tinte verde.
Si pide un trago, prepárese: tendrá que sacar torrejas de limón, naranja, pomelo o la fruta que el cocinero –si pregunta por el barman creerán que habla usted del superhéroe, no lo intente– haya encontrado, marrasquinos rojos y verdes, paraguas de papel y mucho más para lograr encontrar lo que pidió. Que por supuesto estará tibio y tendrá, sobre todo, mucha granadina.
Cuando pida hielo –tendrá que hacerlo, porque la bebida siempre viene natural– se lo traerán en un vaso de whisky, y a modo de pinzas vendrá una cuchara. Nostalgia pura.

Las servilletas: para el final, mi favorito. Las servilletas de estos locales –de papel, obviamente– son prácticamente impermeables. Es lo mismo que tratar de limpiarse con un trozo de Alusa Plas. Lo único que uno consigue es esparcir la mayonesa, palta o lo que sea que se quiere limpiar por el resto de la cara, para terminar más embetunado que una guagua comiendo sopa. Pero hay un paso más: el borde debe ser ondulado. No son grandes ondas, sino pequeñas ondulaciones que –creen los fabricantes, y los dueños de estos locales, y yo– les dan un toque especial. Una maravilla del diseño.
La guinda de la torta: cuando las servilletas antes descritas, en vez de estar dispuestas en el clásico servilletero de dos triángulos paralelos, van dentro de un cono de aluminio en la mitad de la mesa, formando a su vez otro cono al interior de éste. De esta manera, cuando se saca una servilleta todas las demás quedarán esparcidas por la mesa. Cuando eso pasa, no hay sombra de duda: estamos ante un verdadero local de culto.