Chile es un país eminentemente culinario. Aunque por lo general se trata de preparaciones más bien básicas. Nada de alta cocina, equiparable a la francesa. Nada de preparaciones sabrosas y picantes, como los mexicanos. La comida chilena es –no podía ser de otra forma– plana y un poco desabrida. Chilena, al fin y al cabo.
En lo que no nos quedamos, eso sí, es en términos culinarios y asociados a la comida. En eso sí que barremos a cualquier país. Porque aunque el chileno no aprecia la calidad culinaria, sí lo hace con la cantidad. O sea, le gusta lo que se denomina popularmente “la cachada grande”. El plato de camionero, prácticamente una fuente para comer a destajo. Lo que sea, porque lo importante, ya está dicho, no es la calidad.
Para entenderse –y comunicarse– adecuadamente en el ámbito culinario, conviene tener en cuenta algunos términos. Aquí algunos vocablos que cualquiera que no quiera morir de hambre debe conocer.
Tentempié: en una de sus acepciones, según la venerable RAE, un refrigerio. Vocablo ampliamente utilizado en Chile, sirve casi para cualquier comestible, salvo una comida bien constituida. Así, un sándwich a deshora, un paquete de galletas o un pastel pueden ser considerados dentro de esta denominación. Personalmente, me gusta la palabra. Tiene un ritmo interesante, un qué se yo que la hace atractiva. Un dato importante, eso sí: el tentempié no se come. En realidad sí, pero no a nivel de vocabulario. Eso de “comerse un tentempié” no pega ni junta. El verdadero tentempié “se sirve”.
Aliado: aunque en algunos empingorotados –qué palabra, se la voy a mandar al senador Ávila– círculos se conoce como Barros Jarpa, es aliado el nombre clásico para el sándwich de jamón y queso. En sus versiones fría y caliente, se ha constituido a través de los años como el favorito de todas las edades. Sin duda su nombre viene de la gran alianza que hacen los dos ingredientes, que en conjunto con un buen pan del día bien podría denominarse como Triple Entente. La aparición de las sandwicheras, esos notables aparatos que, enchufe de por medio, sirven para prensar un pan, han masificado su consumo a nivel doméstico. El aliado caliente ya es un producto masivo.
Choripán: simple contracción lingüística de “chorizo y pan”, excelsa combinación que debe estar presente en cualquier asado que se precie de tal. Hay algunas variaciones, principalmente en la parte “chori” del asunto: con longaniza, chorizo parrillero, choricillo cocktail, lugániga, butifarra y un sinfín de embutidos emparentados. En cuanto al pan, se trata por lo general de nuestra muy querida marraqueta –pan francés o batido, dirá algún provinciano– aunque algunos advenedizos en el tema utilicen hallullas. Puede comerse con agregados como mayonesa o pebre, aunque los puristas lo prefieren en su estado original.
Mayo: en nuestro país son cada vez menos los que se refieren a la mezcla de huevos, aceite y sal como mayonesa. Por flojera lingüística, deformación del habla o lo que sea, ya es simplemente “la mayo”. Cualquier combinación con este ingrediente acabará con la mutación del nombre original: papas mayo, choripán con mayo. ¿Las opciones de agregado para un sándwich? Mayo, palta mayo, tomate mayo…
Utilizada en ingentes cantidades, la mayo es un infaltable en cualquier preparación de boliche o fuente de soda de nuestro país. Incluso le pondrán en la mesa –o la barra, si es del caso– un pote de la citada preparación para echárselo a lo que sea que esté comiendo.
Ave todo: combinado con múltiples ingredientes, el ave es uno de los rellenos sandwicheros por excelencia. Ave palta, ave pimiento, ave huevo duro, ave mayo… La lista es interminable.
Conviene tener claro que el término ave se refiere pura y simplemente al pollo. Y este es un punto que nunca he logrado dilucidar. Porque si con ave se refirieran a las preparaciones con pavo, ganso, pollo, pato y demás plumíferos, pase. Pero no, sólo pollo. Pero el término es tan genérico que un equivalente sería, al pedir un churrasco palta, pedir un “mamífero palta”. O un “cuadrúpedo palta”, si se quiere ser un poco más específico.
Las paltas: rellenas con todo tipo de ingredientes, las paltas son un must en los restaurantes, fuentes de soda, hosterías, picadas y hogares de nuestro país. Pollo, atún, camarones y otros ingredientes, siempre mezclados con la infaltable mayo, son utilizados para hacer una pasta que servirá para rellenar, rebosando, la palta cortada longitudinalmente. No es que la preparación sea curiosa en sí, lo raro son los nombres: Palta Reina, Palta Jardinera, Palta York, Palta Cardenal, PAlta Primavera. Curiosas y rimbombantes denominaciones para simples, pero muy nuestras, preparaciones.
Casino: se refiere al lugar donde, por lo general en un colegio, universidad, empresa o cualquier sitio donde trabaje o estudie mucha gente, se almuerza. O se cola, que en Chile viene a ser lo mismo. Nada tiene que ver con los glamorosos locales de Montecarlo o Las Vegas. Ni siquiera con nuestros más humildes locales de juego de Viña, Iquique, Puerto Varas y otros. Aunque igualmente atiborrados de gente, en estos lugares no hay cartas no fichas en las manos, sino mal lavadas bandejas plásticas. En vez de música ambiental y sonido de tragamonedas, una mezcla infinita de conversaciones y ruido de cubiertos. Y un olor a comida insoportable, además de los vidrios transpirando el vapor de la comida y los comensales. Repugnante.
Postres de casino: cualquier casino que se precie de tal debe tener un menú que presente preparaciones básicas –casi indignamente básicas– con nombres altisonantes. En los postres esto es especialmente notorio: Carlota de plátano, Diplomático de chocolate, Ilusión de guinda, Delicream de chocolate o Rollo Alaska son denominaciones que sirven para describir –malamente, por cierto– preparaciones insípidas, cargadas a la gelatina, la sémola y el pan rallado. Por cierto, dudo que alguna vez un diplomático haya probado el Diplomático de chocolate, un budín de chocolate con pan rallado que, creo, debe estar lejos de lo que se come en una embajada.
Para servir o llevar: expresión que adquiere cada vez más relevancia en esta sociedad de la comida –y la vida– rápida. Es la pregunta de rigor cuando uno pide una bebida, un café, un sándwich o cualquier refrigerio –o tentempié– en un local de comida veloz. Lo extraño es que obviamente, aunque en primera instancia sea “para llevar”, la compra siempre será “para servir”. El punto es que el dependiente no está, filosóficamente, pensando en el fin último del producto, sino en un estado intermedio de su naturaleza. Es un pensamiento cortoplacista, que no indaga en el verdadero ser, deber ser y querer ser de, digamos, una hamburguesa. La expresión agota las posibilidades ontológicas del producto en su futuro inmediato, sin tener en cuenta su real dimensión. En fin, Chile nunca ha sido un país de filósofos.
Vocablos gastronómicos
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Nuestras maravillas
Hace algún tiempo se está realizando a través de Internet una votación a nivel mundial para determinar las “nuevas siete maravillas del mundo”.
Para votar, hay un surtido de candidatos bastante dispar, entre los que destacan obras de arquitectura modernas como el edificio de la Ópera de Sydney o la Torre Eiffel. Hay también clásicos algo más antiguos, que se acercan un poco más a lo que personalmente considero como maravillas, como las pirámides de Gizeh, en Egipto, el Taj Mahal, el Coliseo, la Muralla China o la Acrópolis de Atenas.
Hay, eso sí, algunas “maravillas” que son, por decir lo menos, decepcionantes. La Estatua de la Libertad o el Cristo Redentor, por ejemplo, me parecen como metidos a la fuerza, como por hacer número. Al final, son un par de estatuas, para eso postulamos a Pedro de Valdivia o al General Baquedano de la plaza Italia. Una estafa.
Y por supuesto, cómo no, el candidato chileno: los moais de Isla de Pascua, gloriosos antepasados de Hotuiti. Los mismos que el padre de la ministra de Bienes Nacionales intentó –con ánimo pedagógico, claro– destruir.
Pero Chile es mucho más que algunas estatuas de rasgos algo duros mirando el mar. Mucho más que unos monos para recibir las frustraciones del progenitor de una ministra. En Chile hay muchas maravillas, sí señor. Aquí mis propios candidatos a ser las Maravillas chilenas, sitios de innegable atractivo para el chileno, que según muchos no desteñirían al lado de ninguna maravilla mundial. Pero que en realidad… Bueno, vote usted por la que prefiera, o simplemente proponga la suya.
El Morro de Arica. Sólo en Chile puede tener tanto valor una piedra. Al final, el morro no es más que eso: una piedra –grande, está bien, pero piedra al fin– a la orilla del mar. Y vamos dándole con la piedrecita famosa, con la bandera flameando en la punta, hasta con museo, que muestra la historia de la batalla. Sí, porque se la quitamos a los vecinos en sangrienta batalla, corvo en mano y tomando chupilca del diablo, esa mezcla de aguardiente y pólvora que, dicen, hacía invencibles a los rotos chilenos. No fueron pocos los que murieron en la lucha. Y todo por esa miserable roca. Y no son pocos los que han muerto después lanzándose –la mayoría de las veces con auto y todo– al mar desde la altura. Maravilloso, ¿no?
La Portada de Antofagasta. Otra piedra. Cualquiera diría que en Chile no tenemos piedras, que a cada piedra que aparece le hacen tanto chiste. ¿Cuál es la gracia de esta otra piedra? Que tiene un hoyo. En realidad, parece un arco. De fútbol, por ejemplo. En el mar. Ya. ¿Y qué más? Nada. De verdad. Pero la gente se saca fotos en el mirador, con la Portada detrás, como si fuera la gran cosa. Y sí, es una piedra grandota, que el agua la ha ido erosionando y bla bla bla, pero tampoco es para tanto. Salvo que uno se imagine clavándola, con certero tiro libre, en el ángulo, allá donde las arañas tejen sus redes. Y ni así.
El Salto del Laja. El equivalente nacional a las cataratas del Niágara, a Iguazú, al Salto del Ángel en Venezuela. En versión de bajo presupuesto, eso sí. Durante años tuvo la afluencia de público asegurada, gracias a su hermosura, el caudal de las aguas que caían estruendosamente al vacío, a su ubicación a un costado de la carretera y, por supuesto, a su famosa hostería. Pero los tiempos de bonanza han quedado atrás: la nueva carretera, con un simple pero letal bypass, dejó lejos del alcance del común mortal el famoso salto. Como si fuera poco, además de desviarse hay que pagar un peaje, todo para llegar a un salto que no es ni la sombra de lo que fue. El agua que cae es como si alguien hubiera dejado la llave corriendo un poco más arriba. Menos gracia imposible.
El Faro de La Serena. En una lista de maravillas no puede faltar una monumental obra arquitectónica. Y esta obra sin duda cumple con los requisitos. Aunque nunca he comprendido el atractivo que el Faro ejerce en la gente. Una torre insípida, que lo único que hace es proyectar un haz de luz. Fome. Pero para los serenenses es su máximo orgullo, sólo comparable a las papayas –símbolo inigualable de esta tierra– y todas sus formas: confitadas, en conserva, mermelada, jalea y un largo etcétera. Tan representativo es que, en el cada día más famoso Festival de La Serena, el premio es un Faro. Espantoso.
La Cruz del Tercer Milenio. Siguiendo con las monumentales obras, una de las más espantosas de la que se tenga noticia por estos lados. Ubicada en Coquimbo, algunos dicen que se debe a la eterna rivalidad entre esta ciudad y la aledaña La Serena, con su ya mencionado Faro. Como los clásicos futbolísticos entre papayeros y piratas ya no alcanzaban, los coquimbanos decidieron pelearle al Faro el honor de ser la obra más despreciable de la región. Y lo lograron con este verdadero adefesio que, además de horrible, tiene una ubicación que lo hace destacar todavía más. Lamentable.
El Falo de Machalí. Para cerrar la lista, obviamente tiene que aparecer una estatua o escultura. Me puse a pensar: todos nuestros obeliscos –que no son pocos, por lo demás– son insignificantes; en los monumentos a los próceres por lo general no corresponde el nombre con la imagen, y pasan cagados por las palomas; el Mapuche del Santa Lucía parece Sioux. Al final, llegué a una conclusión: la única escultura que merece ser declarada una maravilla es el tristemente célebre Falo de Machalí, obra de Mauricio Guajardo. Ese aparato sexual XXL, financiado por el Fondart, fue instalado –y desinstalado– en el pueblo de la Sexta Región, para terminar –según dicen, porque no me consta– en Rancagua. Perdonando el lenguaje, sólo en este país un pico de piedra puede generar reacciones tan destempladas, verdaderas campañas públicas para exigir el retiro de la escultura. Sólo acá pueden existir grupos como El Porvenir de Chile, que aleguen por la inhiesta figura. Disculpándome de nuevo, pico con ellos. Esa sí que sería maravilla.
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Chile, país de capitales
Si bien nuestro país tiene a Santiago como su capital oficial, las capitales son una obsesión entre nuestro pueblo. Es así como cada ciudad, e incluso cada infecto pueblucho perdido en el último rincón de esta larga y angosta faja de tierra –siempre me he preguntado a quién se le habrá ocurrido tamaña cursilería– es capital de algo. De lo que sea.
Así, tenemos en nuestro país infinidad de capitales, cada una con sus peculiaridades y su atractivo. Basta darse una vuelta por los pueblos de nuestra patria para descubrir ese lado B de Chile, ese universo paralelo en que los habitantes del más pequeño caserío juran que son la capital de algo. Lo triste es que es cierto: la mayoría de las veces son la capital del abandono.
Aquí va una lista de las, a mi juicio, más famosas e importante capitales de nuestro país. Todas conocidas metrópolis, por cierto, que cualquier conocedor de lugares exóticos debería visitar. Aunque sea para reírse. Se incluye, a modo de guía turística, lo que debe –y no debe– hacer el visitante.
Chimbarongo, capital del mimbre. Todo tipo de muebles, juegos de terraza, cunas, coches, canastos. Sobre todo canastos. Chimbarongo es, sin duda alguna, la capital del mimbre. Y así se encargan de hacerlo saber sus habitantes a todo quien quiera oírlos. Y a quien no también. Los carteles informando su rango de capital inundan la carretera a la altura de esta pintoresca metrópolis, y los puestos de venta de artesanías se suceden uno a otro. Francamente, nadie puede estar orgulloso de ser la capital del mimbre. Salvo los chimbaronguinos –¿será ese el gentilicio?– y, obviamente, las autoridades comunales. Si no se anima con el pueblo, es obligatorio visitar, al menos, los locales al lado de la carretera.
Imperdible: comprar un canasto, en cualquiera de sus formas y tamaños.
Por ningún motivo: ir exclusivamente a Chimbarongo. Si va pasando, pare y dé una vuelta, pero no se le ocurra viajar sólo a eso.
Pomaire, capital de la greda. Nadie pude discutir la calidad de capital de este bello pueblo ubicado en la zona central de nuestro país. Ya sea que esté buscando una fuente, pailas, jarros o alcancías, Pomaire es el pueblo donde comprar artefactos de esta oscura arcilla. Con la modernidad, además de incorporar el torno a la fabricación de los elementos –aunque todavía se puede encontrar a quien realice las artesanías completamente a mano– el color ha hecho su aparición. Los grifos de greda, amarillos y de todos los tamaños imaginables, son de lo más feo que se pueda ver por estos lares.
Imperdible: comprar un chanchito alcancía, de los que hay que quebrar para recuperar los ahorros.
Por ningún motivo: adquirir un grifo amarillo tamaño natural. De greda, claro.
Valdivia, capital del remo. ¿Quién podría tratar de competir con la hermosa capital de la recién creada Región de los Ríos –lo que la convierte en doble capital, por lo demás– su calidad de capital del remo? El Calle Calle, el mismo donde se baña la luna, acoge cada día a los remeros y remeras –ojo que una letra sí hace diferencia– que, esforzadamente y en todas sus variaciones en número y ausencia o presencia de timonel, lo recorren practicando la bella disciplina que tantas satisfacciones ha dado al deporte nacional. No pocos de los comentarios de Julio Martínez han tenido a deportistas valdivianos como protagonistas. Y eso ya justifica su nombramiento como capital.
Imperdible: aunque no tenga que ver con el remo, ir a la cervecería Kunstmann y tomar cerveza sin filtrar.
Por ningún motivo: realizar un tedioso paseo en barco por el río. Menos todavía ir a ver cisnes y otros pajarracos a la reserva natural que hay por esos lados. Aunque dicen que cisnes quedan pocos.
Curacaví, capital de los dulces chilenos. Este es un título discutido, polémico, que da para interpretaciones. Aunque Curacaví se autoproclamó capital de los dulces chilenos –que por cierto los tiene notables, como los Parolo y los Issa– hay un par de localidades más que le pelean el título: Curicó –que como un modo de tener exclusividad, vende tortas curicanas, que en la práctica son lo mismo que los dulces chilenos– y La Ligua, que ambiciosamente quiere ser capital de los dulces y capital de los tejidos. Como una manera de zanjar el tema, propongo dejar desierto el título de capital de los dulces chilenos, otorgando a modo de consuelo los siguientes títulos a los pueblos en disputa:
La Ligua, capital de los tejidos. Por algo tienen el chaleco más grande del mundo.
Curacaví, capital de la chicha, con cueca incluida.
Curicó, capital del ciclismo. Las ciclovías abundan, y grandes ciclistas de todos los tiempos han nacido en esa ciudad.
Ya que el título está desierto, no hay imperdibles ni prohibiciones.
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Ahora es oficial: campaña por el lenguaje
Los honorables senadores de la República Juan Antonio Coloma (UDI) y Nelson Ávila (PRSD) inéditamente han unido fuerzas. Todo con el único fin de lanzar una cruzada en pro de la a estas alturas disminuida lengua española.
“Adopta una palabra”, se llama la campaña, que replica una iniciativa realizada con relativo éxito en España. La idea es simple: lograr que cada uno se comprometa a adoptar una palabra que esté en desuso, y que quiera rescatar del olvido, utilizándola y difundiéndola durante todo el año. Así, según ellos, lograremos traer al presente aquellas expresiones utilizadas por nuestros antepasados, y que se han ido perdiendo en el tiempo.
Ellos mismos predican con el ejemplo, aunque sea por esta vez y contraviniendo todo un impecable historial político de incoherencias: el señor Coloma apadrinó gaznápiro, definido por la RAE como “palurdo, simplón, torpe, que se queda embobado con cualquier cosa”, mientras que el senador Ávila lo hizo con piscolabis, definido por la misma Academia, en una de sus acepciones, como “ligera refacción que se toma, no tanto por necesidad como por ocasión o por regalo”. Aunque cabe recordar que el señor Ávila es, habitualmente, padrino de la parte más oscura del Diccionario de la RAE. Con o sin campañas de por medio, por cierto.
A mí, por lo general me revientan las palabras muy pasadas de moda. Me daría lata ir a comprar una aspirina a la botica, o tener que sacar entradas en el biógrafo para ver una película. Peor que peor si las palabras son anticuadas a medias, así como de vieja tratando de parecer joven, y creyendo que todavía se habla como en su cada día más lejana juventud. Convénzase señora, pasarlo el descueve, salvaje o caballo ya no está entre los planes de nadie, aunque le pese. Y sáquese los pantalones a la cadera, que no le quedan.
Creo que, en algunos bien seleccionados casos, la iniciativa es loable. Además, según algunos estudios los chilenos utilizamos menos del 1% de las palabras existentes en nuestra lengua, por lo que ampliar un poco el espectro no sería malo. Pero –sí claro, por supuesto hay un pero– me parece que antes de rescatar palabras con olor a naftalina se debe cumplir con otra campaña, mucho más urgente, que en este preciso acto procedo a lanzar.
Con sumo placer informo a la opinión pública –término este último que nunca he comprendido del todo– que lanzo la campaña “Aborta una palabra”, que no busca sino lo contrario de la tan cacareada iniciativa de los honorables. Esto es, eliminar de nuestro vocabulario una palabra infame, de esas que escuchamos todos los días, y hacer todo lo posible por que desaparezca de la faz de la Tierra.
Desde ya, y aparte de todas las palabras y expresiones enumeradas en este sagrado espacio del no aporte, apadrino la peor de todas, la más despreciable, la más baja entre las palabras deleznables de uso común en nuestra sociedad: colar. Desde hoy, haré todo lo posible por eliminar la detestable palabra y todas sus conjugaciones, en una especie de razzia lingüística que buscará erradicar los vicios de nuestro lenguaje. Porque antes de rescatar del olvido a las viejas glorias de la lengua, señores honorables, se debe limpiar la basura actual. No vaya a ser que esos extraordinarios vocablos se mezclen y emponzoñen con las roñosas expresiones que hoy en día se escuchan por doquier.
Ya se habrán dado cuenta ustedes de que esta es una campaña que, de modo subterráneo, vendo desarrollando hace algún tiempo. Me dicen mis informantes que los informantes de los senadores Ávila y Coloma los alertaron de mi campaña, y por eso lanzaron la suya. Mis informantes son buenos, y no quiero dudar de ellos. Pero la verdad, no me importa que se hayan adelantado, pues estoy seguro que mi campaña tendrá mucho más éxito que la suya. No porque sea mejor, sino por una simple pero irrefutable razón: estamos en Chile. Y en Chile, nadie ayuda a construir, pero la destrucción es masiva. Si se trata de criticar, saltan todos, pero para aportar, no hay nadie. Seguro que hay más interés en hundir algunas palabras antes que reflotar otras. Así que aquí vamos. Aporte con su torpedo lingüístico, y hunda su propia palabra odiada.
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Récord a la chilena
Erwin Valdebenito trota en este preciso instante en la Plaza de Armas de Santiago de Chile. No va a comprar cigarros, ni arranca luego de arrebatarle un celular a algún desprevenido peatón. Ni siquiera, como todos los días lo hace, se dirige trotando a su trabajo. Erwin está en este momento sobre una máquina trotadora, intentando batir el récord mundial de trote. Espera seguir sobre la máquina hasta completar 24 horas.
Valdebenito recorre todos los días 42 kilómetros entre su casa y su lugar de trabajo, ida y vuelta. Una maratón diaria. Y ya se había codeado con la fama: apareció hace poco en un noticiero mostrando cómo, al trote, le ganaba al Transantiago. Antes, había tenido un capítulo completo del programa “Apasionados”, de Canal 13, dedicado a su vida y su pasión: correr. También se realizó un documental sobre su vida.
Bien por Erwin. Al menos es un apasionado por lo que hace, y está tratando de lograr un récord mundial porque, según sus palabras, “el país lo necesita”. No lo creo, pero en fin. Será una más de tantas marcas mundiales idiotas que ostenta nuestro país. En un arranque chauvinista, recopilé algunas de ellas.
Las plusmarcas futboleras
Chile, en el fútbol, ha llegado a ser tercero del mundo. En el ya mítico Mundial de 1962, ese de “porque no tenemos nada queremos hacerlo todo”, una de las frases predilectas de J.M. En Japón, con esa heroica sub 17 de Neira, Lobos, Rozental, Mena y tantos otros. Y en los Juegos Olímpicos, con esa sub 23 reforzada con un par de adultos. Y pare de contar. Pero si de marcas mundiales futboleras se trata, Chile tiene varias.
Chileno es el primer penal errado en un Mundial de fútbol: la hazaña es de Carlos "Zorro" Vidal, en el campeonato de 1930. Mucho menos recordado que el penal perdido por Carlitos Caszely, quien logró otro récord para Chile: la primera tarjeta roja, en 1974. No la expulsión, claro, sino el colorido símbolo. ¿Más marcas futboleras? El primer quinto árbitro –que obviamente no tiene ninguna utilidad– fue el chileno Cristián Julio, en 2006. Los dos últimos países que derrotó Chile en un Mundial ya no existen: Yugoslavia y la URSS, en el Mundial de 1962.
A nivel amateur, otro logro destacable: la pichanga de baby-fútbol más larga, que duró no despreciables 150 horas.
Chilenos récord
El chileno siempre destaca, o logra meterse en los hechos históricos, sean políticos, económicos, policiales o culturales. ¿Ejemplos?
El primer CD de producción masiva en el mundo contenía, entre otras, melodías de Chopin. ¿Qué tiene que ver con nosotros? Algunas eran interpretadas por un pianista chileno, Claudio Arrau.
En el ámbito televisivo, Mario Kreutzberger es el animador –y creador, por cierto– del espectáculo de variedades más duradero de la historia de la televisión mundial: Sábados Gigantes, de 1962 a la fecha. Aunque ahora se llame Sábado Gigante, así en singular. Y se transmita desde Miami, y todos los concursantes y el público hablen como poltoliqueños.
El único presidente marxista electo democráticamente en la historia mundial es chileno, por supuesto: Salvador Allende. El único dictador que salió del poder a través de un plebiscito convocado por él mismo: Augusto Pinochet. Aunque en realidad, comparte el honor con José Ramón Ugarte y Daniel López, entre otros.
Los idiotas
Si en algo se destaca el chileno, es en los niveles de idiotez que logra en sus hazañas. No sé cómo lo logra, pero el chileno siempre puede ir un poco más allá en su imbecilidad. Siempre. Y si algún extranjero osa desafiarlo, ahí está el chileno, empeñado en demostrar que puede superarse a sí mismo, y a los demás, en su afán de ostentar un récord.
El mayor tiempo de locución continua lo lograron dos chilenos, Cristián Vigor y Miguel Ángel Araneda, en la radioemisora Ciudad Puerto, de Lebu: estuvieron 118 horas al aire.
La mayor cantidad de patadas circulares a la altura de la cabeza en el menor tiempo lo logró Abdón Valdebenito –quién sabe si será pariente de Erwin– el 21 de marzo de 1998. Fueron 12.015 patadas circulares en cuatro horas, que lo deben haber dejado con un mareo impresionante.
Los culinarios
Chile es país de grandes sibaritas. Si no, pregunten a un conocido personaje, por estos días en franca decadencia, que declaró ser uno de ellos “porque no le gustaba comer lo mismo al almuerzo que a la comida”. Aquí algunas hazañas culinarias logradas en Chile.
La torta más grande del mundo, de 25 toneladas. El curanto más grande, con 6 toneladas de mariscos. En todo caso, ¿en alguna otra parte del mundo existirá el curanto?La mayor empanada, de 3.400 kilos. Me imagino los litros de chicha para acompañarla, no deben haber sido pocos. La longaniza más larga del mundo: 183 metros. No tengo el dato, pero apostaría que fue en Chillán o sus alrededores.
Por último, uno inclasificable: tiene bastante de idiotez, pero es un premio al esfuerzo. Como todas las marcas chilenas, hechas a punta de tesón y con poco o nada de presupuesto. El chaleco más grande del mundo es, créalo, chileno: mide 7 metros de alto por 12 de ancho, y fue elaborado, dónde más podía ser, en La Ligua. Dicen que lo celebraron comiendo dulces, pero eso no me consta. Desconozco el destino que se dio a tamaña prenda, pero no debe ser fácil plancharla.
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Propuestas para la nueva Ley de Educación
Ayer la presidenta envió a la Cámara de Diputados el proyecto de la nueva Ley General de Educación, que entre otras cosas propone eliminar el lucro para los colegios particulares subvencionados y terminar con cualquier proceso de selección hasta 8º básico. No es mi intención aportar en el debate al respecto –mal que mal, iría en contra de mi naturaleza –sino que no aportar con nuevas prohibiciones que deberían ser incorporadas al proyecto.
Son cada día más lejanos los recuerdos de mis jornadas escolares. Tengo buenos recuerdos del colegio. Y malos también, por supuesto. Profesores que me enseñaron mucho más que materia de clases, y que recuerdo con cariño, y otros que todavía hoy, tenazmente, sigo detestando igual que en mis días de escolar.
Es por todo lo anterior que, fiel a mi constante actitud de ayuda, propongo algunas prohibiciones a nivel escolar que deberían ser incorporadas en esta nueva ley. A ver si de una vez por todas nos libramos de los nefastos términos que con frecuencia se pueden escuchar en los recintos educacionales de nuestro país. Pero no crean que todo es crítica, porque si algo me caracteriza es proponer. Lo que sea, pero proponer. Por eso van algunas alternativas para incorporar en la ley. Cuando se puede, claro, porque hay algunos conceptos que ni alternativas resisten.
Profes. Qué cuesta alargarse un poco, por favor. Nadie ha muerto por pronunciar un par de letras más. Profesor, se dice. O profesores, cuando hay más de uno. No es tan largo, ¿cierto? Peor es cuando se pronuncia repetitivamente para llamar la atención del docente, ese “¡profe profe profe profe espere!” cuando el maestro se retira y el alumno quiere retenerlo, cualquiera sea el motivo. Peor aún, si cabe, es cuando los mismos aludidos se tratan entre ellos de profes. Con dolor de mi alma, prefiero que se traten de colegas. Eso de que un profesor busque la aprobación de otro con un “¿cierto profe?”, simplemente me descompone.
Propuesta: profesor, docente, maestro.
Grupo curso. Nunca he comprendido por qué se usa este término. El curso es un grupo, sin duda. Pero eso de grupo curso me parece redundante. Es como decir “anciana vieja”. Pero ahí van los profesores, contando que “el grupo curso está más consolidado este año”, o que “el grupo curso ha hecho un esfuerzo por mejorar su conducta”, cuando lo más común es que el grupo curso sea digno de una cárcel de alta seguridad. Con celdas individuales, eso sí, nada de grupos aquí.
Propuesta: el curso, o de los alumnos.
Monitor. Para mí, un monitor es la pantalla que me permite ver lo que pasa en el computador. Punto. No entiendo por qué la insistencia en llamar monitores a esos pseudo líderes que supuestamente guían a los alumnos en algunas actividades, por lo general recreativas o “de formación”. El monitor, independiente del término mismo, es por lo general un repugnante ser que trata de ser empático con los alumnos, que por lo mismo lo detestan.
Propuesta: eliminar el término, y de pasada a los monitores.
Convivencia. Actividad recreativa por excelencia de los colegios y liceos de este país. No hay nada que guste más. En horario de clases, en las tardes, los fines de semana, siempre es un buen momento para realizar una convivencia. Y las mesas se llenan de vasos plásticos llenos de bebidas que en sus etiquetas exhiben sólo ingredientes en mayúsculas y negrita, del tipo TARTRAZINA o AZORRUBINA; platos de cartón con suflitos igualmente cancerígenos, papas fritas, ramitas, Chester –en mis tiempos Fonzies, –y lo que sea que haga mal para la salud. Y todos son felices. Recuerdo haber realizado múltiples convivencias en mi época escolar, y no se pasaba mal. Pero el término era, y sigue siendo, espantoso.
Propuesta: fiesta, reunión, o el muy nuestro hueveo.
Salida a terreno. Repugnante término que designa cualquier salida, mejor si es con fines pedagógicos, fuera del establecimiento educacional. Algunos extremistas incluso lo utilizan para salidas dentro del establecimiento en horario lectivo, esto es, cuando van a las canchas o patios en horas de clases. Este hórrido concepto se ha extendido hasta instalarse en universidades e incluso oficinas. Por lo mismo, hay que erradicarlo desde su raíz, para evitar su proliferación.
Propuesta: salida a secas, paseo, vamos pa´fuera.
Dinámica. Actividad que generalmente se realiza en el marco de una salida a terreno o convivencia. En ella participa –también por lo general –el grupo curso, que guiado por sus profes e idealmente uno o más monitores, realiza una actividad de conocimiento personal y/o mutuo. Es el tipo de actividades que dan vergüenzas, en plural. La propia cuando uno debe participar, y la ajena cuando es el turno de cualquier otro. Puede ser una eficiente terapia para superar la timidez. También puede –y así sucede muchas veces –generar traumas imposibles de superar.
Propuesta: eliminar el término y las dinámicas en sí mismas. Junto con los monitores que las dirigen, por supuesto.
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Nostalgias de fumador
Hoy cumplo 6 meses sin fumar. Ni un cigarro, ni una sola piteada. Sólo queda la mirada lánguida, el gusto que revive en la boca cada vez que alguien prende un cigarro cerca.
Tengo ganas de celebrar estos 6 meses, pero sin cigarro no hay celebración posible. No celebrar me pone triste, y es bien sabido que la tristeza se pasa mejor con un cigarro. La tristeza me angustia, y la angustia sin cigarro es doble angustia. Bien lo sabrá quien fume, o haya fumado: todo puede –y debe –ser acompañado con un cigarro.
Los primeros días fueron espantosos. Soñaba con el bendito cilindro. No había otro tema en mi vida. Por suerte tuve compañía, porque dejar de fumar fue una decisión de pareja. Claro, porque si no, no hay quien aguante. Esas primeras semanas salíamos a comer y, cuando el mozo nos preguntaba “¿fumadores o no fumadores?” el panorama se iba a la basura. El resto de la noche era acordarse de lo entretenido que era salir a comer cuando uno fumaba, viendo con ojos llorosos –y no por el humo –a los afortunados fumadores al otro lado del local.
El carácter en esos días era tema aparte. No es que alguna vez haya sido tan bueno, pero la falta de nicotina sí que influye. Personalmente yo estaba insoportable, y mi señora no lo hacía mal. Llegué a rogarle que fumara, con la esperanza de que su genio mejorara un poco.
Una pareja de fumadores anónimos –nunca mejor utilizado el término –me contaron su programada y, en apariencia, sabia experiencia. Con un año de anticipación, decidieron dejar de fumar. Durante ese año, eso sí, podían fumarse todo lo que después no. Un par de reglas: un mes antes de la fecha fatal, el tema de “dejar de fumar” no se tocaba. Nada de cuentas regresivas. Y una vez llegados al día D, lo mismo. Nada de mencionar el tema. Si alguien le ofrecía un cigarrillo, al menos en presencia del otro, un simple “no, gracias”. Nada de “no, es que dejé de fumar y bla bla bla”. El proyecto, en el papel, es una maravilla. La injerencia de la nicotina en el carácter, eso sí, no estaba dentro de los planes. Eran, por supuesto, dos ogros.
Como si lo anterior fuera poco, todos los buenos personajes de películas, libros, cómics o lo que sea, fuman. Sólo recuerden a Bogart en Casablanca. O a Al Pacino en casi cualquiera de sus películas. El personaje cool simepre fuma, sin excepciones. Queda claro que dejar de fumar definitivamente lo hace a uno más aburrido, menos interesante. Francamente, los no fumadores apestamos.
Ya nada es lo mismo. Los cumpleaños, los matrimonios, cualquier celebración ya no es lo mismo. Las penas no son lo mismo, es estrés es diferente, el café o la piscola, todo carece de sentido sin el fiel compañero. Mal que mal, fueron no pocos años de compañía ininterrumpida. Por eso recuerdo que hoy se cumplen seis meses, aunque mi señora alegue que recuerdo mi aniversario con el cigarro y no el con ella. Si lo recordara tanto como la fecha en que dejé de fumar sí que me preocuparía, porque significaría que cada día es una tortura. Así que no alegue, esposa mía, sino más bien agradezca que olvido los aniversarios.
En definitiva, el cigarro ha muerto para mí. Yo soy el viudo doliente, que lo recuerdo todos los días. Pero no tengo un cementerio donde llevarle flores ni, vaya paradoja, un recipiente con sus cenizas sobre el cual llorar. Tendré que conformarme con seguir mirando a los de su raza, en permanente combustión, en boca de otros, que disfrutan todavía uno de los mayores placeres que puedan existir. A ellos mi más profundo desprecio, por la envidia que me generan.
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Semana Chanta
No es que quiera atacar a la Iglesia, ni mucho menos. Nada más lejos de mi intención. Simplemente se trata de mostrar esa Semana Santa paralela que se vive en nuestro país, llena de ceremonias y rituales de los que nadie sabe su sentido ni su origen, y que muchas veces se siguen por simple inercia.
Muchos de los ritos de esta Semana Santa en las sombras son derechamente contrarios a la Semana Santa oficial. No creo que la Iglesia haya estado pensando en ceviches y salmones a las finas hierbas cuando determinó que no se comía carne en Viernes Santo. Ni en conejos y huevos de chocolate cuando dijo que había que celebrar la Resurrección. Ni en ese maldito conejo en la puerta del supermercado. Ni en tantas cosas, al fin y al cabo. Aquí, algunos ritos, ceremonias y usos de la verdadera Semana Santa de Chile, la muy nuestra Semana Chanta.
La locura del pescado y los mariscos. Impresionante, no hay otra forma de calificarlo. Durante todo el año, el 99% de la población se lo pasa comiendo tallarines, arroz con huevo, pan, hamburguesas, completos, porotos… En fin, básicamente comida chatarra y uno que otro alimento de relativo valor nutritivo intercalado por ahí. ¿Pescados y mariscos? Ni en broma. Si hay algo que tiene Chile son costas. Y pescados y mariscos. Pero nadie se digna comer los llamados “productos del mar”. Básicamente porque son caros. O eso dicen. Porque basta que llegue Semana Santa para que multitudes se lancen sobre el Terminal Pesquero, el Mercado, las pescaderías y los mesones de pescado de los supermercados, donde se dan codazos, patadas y lo que sea necesario con tal de conseguir algo. Aunque ese algo cueste el doble que durante el resto del año. Y eso que no comían porque era caro. Quién los entiende. Es como si fuera un mandamiento –recibido por Moisés y todo –eso de comer pescado. Terrible. Lo que lleva indefectiblemente al próximo punto.
Ayuno y abstinencia. El concepto del ayuno y abstinencia que tiene el chileno es muy particular. Básicamente, se trata de no comer carne en Viernes Santo. Y punto. No se le ocurra pedir más. La carne –que probablemente tampoco iba a comer –será reemplazada por abundantes pescados y mariscos, fuentes de ensaladas, sabrosos acompañamientos y numerosos y contundentes postres. Todo sin carne, claro, porque es un día de ayuno. Si hasta en la mañana, al desayuno, el chileno es estricto en seguir los preceptos de la santa madre Iglesia, y reemplaza el humilde paté por huevos revueltos, mermelada, queso, tomate y todo lo que encuentre a mano. Menos carne, por supuesto.
Los huevitos y conejos de chocolate. Otro motivo de patadas, combos, insultos, rasguños y dedos en los ojos ajenos, tal como el pescado. No hay límites en la lucha cuerpo a cuerpo por un paquete de huevitos de chocolate, o por un conejo, o mejor aún, por el set de conejos con huevitos. Todo muy de Semana Santa, en especial las señoras mechonéandose. Luego esconderán los preciados regalos en el jardín, patio, macetero o entre los calcetines, según sean las posibilidades, para que los niños –que muchas veces buscan los huevitos luego de afeitarse –tengan la sorpresa. Se ha sabido incluso de una familia –pareja de padres y 3 hijos, todos sobre los 15 años –que paseaba por la plaza de armas de una ciudad de la zona central con orejas de conejo el domingo en la mañana. Una monada.
Ceremonias religiosas. No importa que no haya ido a misa durante todo el año. Que ni siquiera haya pisado una iglesia. En Semana Santa, es imperativo participar de cuanta ceremonia o actividad se realice en la parroquia más cercana. Vigilias, misas, Última Cena, Adoración de la Cruz, Celebración de la Resurrección. Hay que estar en todas. Pero sin duda, la reina de las ceremonias es el Vía Crucis. Esa atracción que genera en la gente es algo que nunca me he explicado. Ir detrás de un curita con un megáfono o un parlante en el techo de un auto, en las parroquias con más presupuesto, cantando, rezando y caminando –sobre todo caminando –para detenerse en las estaciones preparadas por las juntas de vecinos, centros de madres, cursos de las escuelas, compañías de bomberos. Toda la comunidad participa, aunque todos van conversando, hablando por celular o fumando en la larga caravana. Es como el evento social de la Semana Santa. En la teoría es una significativa ceremonia, pero en la práctica es detestable.
Programación en TV. Si no es por la Pasión de Cristo de Mel Gibson, la programación seguiría igual que hace 20 años: Jesús de Nazareth, de Franco Zeffirelli, año 77. Un clásico con Anthony Quinn. Ben – Hur, con Charlton Heston, del año 59. Los diez mandamientos, con el mismo Heston, del año 56. El manto sagrado, del 53, con Richard Burton. Prácticamente la pared de estrenos del Blockbuster, completa. Películas que generaciones y generaciones han visto, y siguen, y seguirán viendo, cada año en estas fechas. ¿Es que no hay nada más novedoso? Si la próxima película capaz de entrar a esta selecta lista se demora lo que la Pasión de Gibson, podemos irnos olvidando de ver algo nuevo en lo que nos queda de vida. Si tenemos suerte a lo mejor llegamos a verla, pero es probable que a esas alturas no podamos recordarlo. Lo que viene a ser lo mismo que no verla.
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Todo queda en familia
Hay términos que sirven exclusivamente para denotar relaciones familiares, sean éstas de sangre o políticas. Frases que, en todo caso, pierden todo su sentido cuando son utilizadas de manera inapropiada.
En general, el uso de cualquiera de estos términos –salvo que sea para revelar el parentesco a una tercera persona –es repugnante. Y peor aún es usarlos para referirse a alguien que no cumple con la condición mínima de ser, efectivamente, quien se nombra. Espantoso.
En fin, aunque todas las familias son diferentes, cada una con sus códigos, sus propias relaciones, sus conflictos y particularidades, sean cuales sean las características de la suya, no deje pasar las recomendaciones lingüísticas que a continuación se presentan. Si no las toma en cuenta, es problema suyo. Sólo le deseo que lo visite un miembro de la familia. No de la suya, eso sí, sino de la Famiglia Corleone. Por porfiado.
Papá – mamá. No me molesta que alguien llame así a sus progenitores. De hecho me parece perfectamente normal, mucho más que hablar solemnemente de “mis padres”. El problema surge cuando el trato papá – mamá se da entre los miembros de una pareja. Cuando él la llama por teléfono y le dice “mamá, véngase que la estoy esperándola en la casita”. Porque, por mucho que haya buscado en su pareja la imagen materna –hay gente que lo hace, de verdad –no puede tratarla de mamá. Lo mismo a la inversa, claro. Pese a esto, hay algo peor: el trato papi – mami, o papito – mamita. Simplemente insoportable, salvo que esté cantando “Rica y apretadita”.
El niño. Todos tenemos un nombre, nos guste o no. En la gran mayoría de los casos, fueron nuestros padres quienes lo eligieron, y salvo casos extremos, casi nadie se lo cambia. Al fin y al cabo, los padres suelen pensar concienzudamente antes de decidir cómo le pondrán a un hijo. Entonces, ¿por qué diablos después se refieren a él como “el niño”? “No haga ruido, que se puede despertar el niño”. Lo mismo con las hijas. “Mire que bonita se ve la niña con ese vestido”. Repugnante. El niño y la niña no son más que fenómenos climáticos, y referirse a un hijo como “el niño” es hacerle un flaco favor (¿habrá favores gordos?) a su búsqueda de identidad. Eso sumado a que un relleno humorista chileno se encargó de matar el término, nombrando como “el niño” a la herramienta que sirve para hacerlos. Impresentable.
Hijo/a. Aunque muchas personas utilicen “el niño” o “la niña” para referirse a sus vástagos ante terceras personas, rara vez se puede ver a alguien tratando de niño o niña a sus propios hijos. Como variación para dirigirse a ellos y mantener esa especie de identidad indefinida, hay una gran alternativa: hijo. La relación es estrictamente cierta, pero no creo que eso justifique su uso. Además, es poco práctica. ¿Qué pasa cuando hay más de un hijo presente? Nadie sabe a quién le están hablando, las identidades se confunden, todos terminan enloqueciendo. Es un poco fatalista, está bien, pero pienso lo mismo que en el punto anterior. ¿Para qué tanto meditar el nombre si después no lo va a usar?
Tío/tía. Está bien, puede perfectamente ser el hermano o la hermana de uno de sus progenitores. En estricto rigor es su tío, o su tía. Pero no es necesario que les diga de esa manera. Para eso tienen nombre. En un caso extremo –aunque personalmente no lo utilizo ni recomiendo –se puede utilizar “tío” seguido del nombre propio. En ningún caso se justifica utilizarlo con personas ajenas a la familia, como el tío del furgón, la tía del quiosco y tantos otros. Menos desde que un señor alemán desprestigió el cargo, eso sí con el agregado de “permanente”. Un término extraño, por lo demás; como si los demás tíos fueran transitorios.
Padrino/madrina. El padrinazgo, esa venerable institución llevada a su máxima expresión en el libro de Mario Puzo y las consiguientes películas de Francis Ford Coppola, es sin duda digna de todo mi respeto y admiración. Su fin –el de velar por el ahijado en caso de pasar algo a sus padres –incluso me conmueve. Pero por favor no se refiera a su padrino como padrino, ni a su madrina como tal. Es uno de los peores términos que pueda uno escuchar, en especial cuando es gritado a viva voz. A la inversa, tampoco se refiera a su ahijado como ahijado. El término padrino sólo puede aplicarse a los ya citados libro y películas, y el de madrina cuando se trate de un hada. Y últimamente no he visto a ninguna.
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Frases reveladoras
Hay frases que, con sólo ser pronunciadas, revelan la personalidad de quien las utiliza. Que dejan en claro a cualquier observador medianamente entrenado las características del hablante. Por lo general negativas, claro. Son frases que nos hacen ver la luz, un destello que nos alerta sobre la verdadera y profunda naturaleza de quien está hablando.
Las frases reveladoras son recurrentes en el modo de expresarse de quien las utiliza. No es que, en un minuto de inspiración divina, a la persona en cuestión se le haya ocurrido la expresión. No señores, las frases reveladoras –por eso su calificación de reveladoras –son parte integrante de la personalidad de quien las utiliza.
A continuación algunas frases que, aunque fuesen pronunciadas solas, lanzadas al vacío, al borde del abismo y sin alguien que las escuchara, revelarían a quien las dice. Por lo mismo, evítelas. Salvo que califique en alguna de las categorías y, además, se sienta orgulloso de ello. Caso en el cual es usted una persona muy, pero muy rara. Por decir lo menos.
Lo importante es lo que va por dentro. Una frase que no se debe pronunciar por ningún motivo. Su sola utilización revela la fealdad –probablemente extrema, a veces de campeonato –de quien la dice. Además, remite a comerciales sentimentaloides de vino en caja, de esos en que se reúne la familia y, en su versión actualizada, el hijo hace llorar al padre. Por favor evítela, tanto como su variación de la belleza interior.
No es por ser pesado. Obviamente, a continuación viene una pesadez impresionante. Del tipo “no es por ser pesado, pero parece que no te miraste al espejo antes de salir”, o “no es por ser pesado, pero eres la persona más idiota que conozco. Y de lejos”. No la utilice bajo ninguna circunstancia, sólo revelará que es usted insoportable. Si siente que debe usarla, es porque no debe decir lo que va a decir. Y si lo quiere decir, es porque sí quiere ser pesado. Y en ese caso, no sea mentiroso. Es mejor ser un pesado asumido que un “pesadito”, tratando siempre de ser simpático, o menos pesado.
Puede sonar... Y por lo general suena. Es la clásica introducción que deja en evidencia la naturaleza misma de lo que viene a continuación. A saber: “puede sonar raro, pero me gusta comer fruta con mayonesa mientras veo Mekano haciendo la invertida”. Está bien, es raro –sobre todo lo de ver Mekano –pero la introducción era innecesaria. Aplica también para el puede sonar idiota (seguido de una gran idiotez), puede sonar asqueroso (seguido de algo que da ganas de vomitar), y tantas otras. En fin, casi cualquier adjetivo –siempre que sea negativo, nunca va a escuchar “puede sonar inteligente” –sirve luego de la muletilla famosa. Las variaciones aunque suene, aunque parezca, puede parecer, son igualmente desagradables.
Modestia aparte. Frase que precede a una autoalabanza descomunal. Algo del tenor de “modestia aparte, el único inteligente aquí soy yo”. Utilizada frecuentemente por pedantes, soberbios, fantasmas o como quiera llamarse a aquellos que carecen –temporal o permanentemente –de modestia. El sólo hecho de pronunciar alguno de ellos la palabra modestia aparece como una herejía. Cuando escuche esta frase, haga como el sabio Chavo del 8: tápese los oídos mientras repite sin cesar “no oigo, no oigo, soy de palo, tengo orejas de pescado”. Pare sólo cuando los labios del pedante hayan dejado de moverse, o cuando todos lo miren como si fuese usted un demente.
No es porque yo lo diga. Otra frase que revela en todo su esplendor al pedante, presumido, vano, fatuo, jactancioso, engreído. Es seguida indefectiblemente de una alabanza a su brillante idea. Simplemente repugnante, tanto la expresión como quien la utiliza. Aplique la misma medida del punto anterior, y desconfíe de la idea brillante. Si el autor la está alabando es porque nadie más lo va a hacer. Probablemente sea una idiotez.
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Volviendo a casa
Todo lo bueno llega a su fin. Se acaban las tortas, los platos de porotos, las empanadas. Se terminan las vacaciones, las siestas, los crucigramas y los sudokus. Nada es para siempre, dice el filósofo de cuneta. Tampoco lo son los viajes.
Llega el tiempo de regresar, de volver a la patria, al terruño. De recuperar el olor patrio –no siempre agradable, ni mucho menos –reencontrarse con los amigos, con la familia. La familia que viaja en masa, con banderas y pancartas, con cintillos y peluches, a recibir al viajante que regresa. Aunque haya salido por el fin de semana.
Y llega el viajero, cargado de nuevas experiencias, de historias por contar, de souvenirs y de todo lo que la ley le permita comprar en el Duty Free. Y a veces más. Sólo los ojos se asoman bajo el cerro de maletas. Pero logra salir del apuro, logra llegar.
Llega a contar, a narrar lo inenarrable, a describir lo indescriptible, a sorprender a sus conocidos con lo que vio y vivió. A continuación algunas características de este aterrizaje, a veces suave y calmo, otras veces forzoso, pero siempre, siempre curioso. Lleno de cosas que se repiten en cada viajero, y cada vez que viaja. Los infaltables de la vuelta del viaje.
El aterrizaje. No hay verdadera vuelta a la patria sin aplausos en el aterrizaje. Si fue bueno, para felicitar al piloto. Si fue malo, como señal de alegría cuando, al fin, el avión se estabiliza. Luego del aplauso, la estampida, aún cuando el avión todavía no se detiene. Codazos al vecino de asiento para lograr abrir los portaequipajes repletos de bolsos comprados en el reciente viaje, porque por supuesto las maletas de la ida no fueron suficientes para traer de regreso todas las compras. Mientras, la voz de la jefa de cabina indicando que hay que permanecer sentados mientras la señal luminosa esté encendida. Sí claro. En Chile.
El acento. Indefectiblemente, el viajero que regresa de un país de habla hispana lo hace con el acento propio del país donde estuvo. No tiene importancia si el viaje fue por un fin de semana a Mendoza, donde hablan prácticamente igual que en Chile. El hecho es que estuvo en Argentina, y eso lo justifica para comenzar cualquier frase con un che o decirle mirá, que ashá me comí un bife de chorizo que ni te imaginás. Repugnante. Pero si el país tiene otro idioma, el asunto es peor.
El olvido del idioma materno. El equivalente corregido y aumentado del acento extranjero, para los casos en que el país de destino tenía otro idioma. El viajero en cuestión, también aunque haya sido viajero de fin de semana, olvidará de seguro más de una palabra del idioma que ha hablado toda su vida. Y si ha ido a un país de habla inglesa, de seguro en la mitad de una conversación se despachará con un “ahhhhhhmmmmm…how do you say…” seguido de cualquier término en inglés, mientras mira al cielo con la vista perdida, como tratando de recordar cómo se decía. Definitivamente el colmo de la siutiquería; no hay nadie que pueda olvidar una palabra de uso común luego de un viaje, por largo que éste sea. Menos cuando el viaje es corto. Simplemente ahhhhhmmmm… How do you say disgusting?
La conversión de las monedas. Sin importar el idioma, ni obviamente el tiempo de viaje, el viajero tendrá serias dificultades a su regreso en ubicarse monetariamente en el país. Cuando vaya al quiosco más cercano a comprar el diario –debe informarse de lo que ha ocurrido en el país en su ausencia, claro –y el quiosquero le pida los 300 pesos que cuesta el diario, con cara de viajero le preguntará a cuánto equivale en dólares. Insoportable.
Allá – acá. Luego del viaje, el chileno cae inevitablemente en una constante comparación. ¿Se está comiendo un sándwich con él, mientras le cuenta cómo estuvo el viaje? El tema es que los sándwiches de acá no tienen nada que ver con los de allá. Es que allá los restaurantes son otra cosa, no como acá. Y los estacionamientos. Ufff, allá son todos ordenados. Y uno acá, bien acá, con ganas de ahorcarlo, o al menos de mandarlo, de una patada, para allá. Insufrible.
Invitar a ver fotos – videos. Esto es el colmo del aburrimiento. Por favor, si viaja, evite a toda costa invitar a sus conocidos a rememorar el viaje. Ellos no fueron, por lo que no tienen nada que rememorar. Convénzase de que a nadie le interesa ver sus fotos, menos sus interminables videos del viaje. Y si se pone a contar, con cada foto, la historia anexa, simplemente está postulando a ganar el odio de sus invitados. Todos le creerán cuando cuente lo maravillosas que son las Islas Galápagos, no cometa el desatino de mostrar horas y horas de grabaciones de tortugas e iguanas, quizá dos de los animales más aburridos que puedan existir. A nadie le interesan las fotos de los edificios públicos del pueblo infecto que se le ocurrió ir a conocer. A nadie. Ni siquiera a usted le interesa ver las fotos, reconózcalo. Porque obviamente tomó sólo paisajes. Aburridos. Por favor prívenos de la dicha de compartir sus recuerdos.
El trago típico. El chileno cuando viaja no pregunta por el baile, el traje, el dialecto, ni siquiera el plato típico. Porque, ¿a quién le puede importar? Lo realmente relevante es el trago típico. ¿Qué se toma en el lugar de destino? Porque a la vuelta, acá, podrá contar lo que tomó allá. Y obviamente vendrá aperado del licor local, para dárselo a conocer a los acaeños que viven en la ignorancia. Si el viajero fue precavido –y generalmente lo es –el trago en cuestión no le habrá costado ni un peso: con su provisión de pisco habrá conseguido las botellas volviendo a la era del trueque. Notable.
N.d.R. (siempre quise usar esta sigla): Durante todas estas situaciones, el ya regresado viajero de seguro utilizará poleras, polerones, gorros y demás artículos con el nombre de su destino estampados. No cometa nunca el error de preguntarle por ellos, ni de alabarlos, ni de decir nada respecto de ellos; puede derivar en horas de cuentos aburridos.
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