¿Se han fijado en la cantidad de canales que transmiten infomerciales? Ya no sólo a altas horas de la madrugada. Ya no sólo en el cable. Incluso algunos de los pocos canales de televisión abierta de los que disponemos –y varios más del cable –, se ven invadidos a cualquier hora por la promoción de artículos que nadie necesita. Porque si hay algo común a todos los productos publicitados en los infomerciales, es su inutilidad.
Personalmente, este tipo de programas me genera una especie de hipnosis. En mis habituales sesiones de zapping y surfing por el dial televisivo, suelo quedarme pegado en los infomerciales. Aunque ya los haya visto antes. Aunque amenacen con los más terribles cortes, caídas y todo tipo de accidentes que, por supuesto, evita el producto promocionado.
Es algo enfermizo, lo sé. Pero no puedo evitarlo. Hay quienes no soportan estos programas, y cambian de canal –y de genio, muchas veces –al toparse con uno. Bueno, blanco y negro, cara y sello, ying y yang: yo soy el imbécil que ayuda a equilibrar el universo.
A continuación algunos de los maravillosos –e inútiles, ya está dicho –productos que se pueden admirar, incluso contemplar, a través de la televisión. Son mis favoritos, simplemente. Es imposible exponer aquí la variedad casi infinita de inutilidades disponibles. Si usted tiene su propio favorito, no dude en compartirlo. Llame ahora, ¡llame ya!
Table Mate: es la mesa plegable, fácil de transportar, resistente y deslizable, se ajusta para cualquier actividad que desee mientras está viendo la televisión o está en el sofá. Liviana y fuerte, está hecha con materiales resistentes que soportan hasta 25 kilos. O sea, una mesa para tomar desayuno, comer, escribir o lo que sea mientras se está sentado en un sofá. La gracia de esta mesa es que tiene 3 alturas regulables, y 3 niveles de inclinación. Cualquier matemático medianamente serio sabrá, entonces, que están en lo correcto cuando dicen que son 9 mesas en 1, y por lo tanto, al pagar los $24.990 que cuesta la gracia se está ahorrando las otras 8 mesas. Y eso sin contar el organizador de controles remotos que incluye de regalo, una simple funda con compartimentos para el brazo del sofá.
Stick up bulb: uno de mis favoritos. Una ampolleta sin cables, que no requiere de instalación eléctrica, que se instala “en 5 segundos”. Funciona con baterías. O sea, en simple, una linterna con forma de ampolleta. Original, ¿no? Para nostálgicos que encuentran que las modernas luces LED y las eficientes halógenas no son como las viejas ampolletas. Por módicos $14.990, de vuelta al pasado, pero sin cables.
Swivel sweeper: es la nueva “escoba inalámbrica” (¿ha visto usted alguna vez una escoba alámbrica?) que permite limpiar la suciedad de pisos y alfombras más fácil y rápidamente. El secreto es su tecnología de 4 cepillos rotatorios y su movimiento de 360 grados, que permite maniobrar fácilmente alrededor de los objetos. Si a eso suma el asa telescópica, y que funciona a baterías –es una especie de quiltro entre escoba y aspiradora –se explica fácilmente su valor de $39.990. Si le parece poco, déjeme contarle que también limpia en una acción cuádruple: hacia delante, atrás, izquierda y derecha. ¿Ahora sí se convenció?
Ultimate Ladder: otro favorito. Una escalera que es 8 en 1, por la cantidad de formas que puede adoptar. Sirve la misma lógica de la mesa: se ahorra las otras 7. Este increíble producto está fabricado en aluminio de alta resistencia, “de igual calidad que los aviones”. De hecho, comentan que Osama compró varias Ultimate Ladder para tirarlas contra algunos edificios públicos. Soporta hasta 150 kilos, ayuda a evitar y prevenir accidentes –dicen quienes la venden, no le he preguntado a Segurito –y un interminable etcétera de ventajas. Lo mejor de todo, el precio: $139.990. Sólo piense cuánto le saldría la hospitalización después de caerse de una de esas inseguras escaleras.
Reduce fat fast: producto que, según cuentan sus promotores, reduce el apetito e incrementa el uso de la energía en el cuerpo. Como si fuera poco, quema grasas. Yo creo que ni para desengrasar la cocina debe servir. ¿Eso es todo? Nooo, claro. Inhibe ciertas enzimas digestivas, reduciendo la absorción de glucósidos y lípidos. Y sigue. Ayuda en la “remoción de desechos del organismo” –qué notable eufemismo –tiene propiedades diuréticas, reduce los niveles de azúcar… para qué seguir. En resumen, prácticamente el elíxir de la eterna juventud. Sacar a $29.990.
Nicer Dicer: de lejos mi producto preferido. Se trata de un aparato cortador de alimentos que sustituye a los procesadores de alimentos “más caros y complejos”. Tiene, según la descripción, “cuchillas ultrafilosas y contenedores de policarbonato que no se rompen ni se rallan”. O sea, prácticamente de otro planeta. Según Sammy Madison, de –dónde si no –Estados Unidos, “definitivamente rebana todas las frutas y vegetales. Con Nicer Dicer puedo prepararme ensaladas muy fácilmente (…), también es ideal para los diabéticos”. Asumiendo mi ignorancia, la parte de los diabéticos no la entiendo. ¿Ensalada con salsa de insulina? Como si fuera poco, por los módicos $29.990 que cuesta el Nicer Dicer, y llamando ahora mismo, claro, te regalan el Perfect Peeler, que no es sino un común y silvestre pelador de verduras, que se compra en cualquier parte por menos de $2.000. Una maravilla de promoción.
Dejo fuera, intencionalmente, todos los AB Algo, esos infames aparatos para ejercitar los abdominales: AB Slide, AB King Pro, AB Shaper Ultra, AB Lounge, AB Rocker, AB Doer, AB Flex, AB Swing y tantos otros. Los musculosos –y peor, las musculosas –que aparecen promocionando estos aparatos me desagradan profundamente. Me repugnan, me hacen sentir náuseas. Me hacen quedarme horas pegado viendo cómo, pocos minutos de ejercicio al día, logran dejar a Ñoño como Terminator. Despierte, a la cuenta de 3.
Llame ahora, ¡llame ya!
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En vuelo hacia algún lugar
He decidido, luego de un post que me trajo más de alguna represalia y/o reprimenda, retomar algunos temas que quedaron con algunos puntos pendientes en el pasado.
Se recordarán los (pocos) lectores antiguos de este espacio el post sobre los viajes a la chilena, y el sobre los mismos chilenos volviendo a casa. Para los lectores más recientes, pueden ver el primero de estos post (el de los viajes) aquí, y el segundo (el del dulce retorno a la añorada patria) acá. O simplemente sumérjanse en el archivo del blog, que allí los encontrarán junto a otros tantos temas de diversa índole.
En fin. Luego de esta sutil autopromoción, vuelvo a lo anunciado. Entre las costumbres del chileno en sus viajes y la vuelta a casa, casi desapercibidos pasaron los vuelos. Esas interminables horas en un avión, que pueden ser ocasión de las más insólitas actuaciones del compatriota.
Entonces, aquí vamos, completando al fin la trilogía (algo que siempre, desde que vi Star Wars, quise hacer). A continuación una lista de lo que los chilenos –y de otras nacionalidades también– deben hacer sobre un avión.
Sacarse los zapatos. No bien se suben al avión, los viajeros deben despojarse de su calzado. Zapatillas, zapatos, sandalias sobre calcetines, todo fuera. Es la única forma de soportar de manera digna –por llamarlo de algún modo, claro– la hinchazón de los pies. El olor que se genera al interior del aparato es tema aparte. No pocas veces las mascarillas de emergencia han estado a punto de caer en el instante del descalzado.
Comerse y tomarse todo. Ni el más insignificante maní, ni el concho de la bebida tibia y sin gas, ni el pan añejo se salvan de la voracidad del viajero. Ya sea para calmar las ansias que produce el vuelo, ya para “aprovechar” que todo eso está incluido en el pasaje ya pagado, el chileno no perdona en lo que a comida y bebida se refiere. La azafata no alcanza a servir el vaso con Coca Cola cuando ya están pidiendo repetición. Son capaces de morder el dedo de la aeromoza en su desesperación por seguir comiendo. Y si el desconocido vecino de asiento deja algo en su bandeja, prestamente le será pedido con un “no se va a comer eso, ¿cierto?”.
Usar el baño. El viaje no es viaje hasta que se usa –ojalá con total propiedad– el baño del avión. Esto no es de extrañar cuando se trata de viajes largos, de varias horas, pero se ha visto a viajeros utilizar más de una vez los lavabos en un vuelo de menos de dos horas. Y no era una embarazada.
Piropear a la azafata. Para el caso de los viajeros hombres. No hay posibilidad de no piropear a la azafata, aunque sea al bajarse del vuelo. No importa que la aeromoza no cumpla con los estándares mínimos que la harían acreedora a un verso en tierra. En el aire, y vistiendo un uniforme, todas ellas se merecen las frases. Una variante no despreciable es molestar a los sobrecargos llamándolos azafatos y haciendo bromas acerca de sus preferencias sexuales.
Documentar el viaje. Filmar y sacar fotos son dos actividades indispensables sobre un avión. La idea es dejar constancia de que se voló. Aunque las fotos sean de las nubes que se ven por la ventana. Un clásico en este ámbito se ha perdido con la tecnología: los modernos aeropuertos ya no otorgan esa perspectiva que permitía al viajero retratarse en la losa con el avión detrás, o mejor aún, en la escalera, ascendiendo hacia la aeronave. Momento sublime, arrebatado por las modernas mangas por las que hoy se accede a los aviones.
Leer todo. Desde el catálogo del Duty Free a la tarjeta de instrucciones del avión, pasando por la lista de canales de radio disponibles, el menú o lo que tenga a mano, el pasajero debe leer todo lo que tiene a mano. Una obsesión simplemente incomprensible.
Ver la cabina. Otro clásico que ha caído en desuso, este debido a las cada vez mayores dimensiones de los aeroplanos. Aunque aún se puede ver de vez en cuando a algún pasajero que –discretamente a veces, otras con gran alboroto– se acerca a algún miembro de la tripulación para pedirle permiso para visitar la cabina. La mayoría de las veces no se permite –más todavía luego de los chistositos de las Torres– pero la esperanza es lo último que se pierde.
Complicarse para llenar los formularios. Dos, tres y hasta cuatro copias ha debido pedir un viajero para lograr llenar, no digamos de manera perfecta, pero al menos decente, los formularios de Inmigración, Aduanas, SAG o cualquier otro organismo que pida algún papel. La posibilidad de estar llenando erradamente los papeles les destroza los nervios. Y se equivocan, claro. Y le preguntan al pasajero que va a su lado, como si éste supiera dónde se dirige o por qué motivos viaja quien pregunta. Por lo demás, generalmente el vecino está tan nervioso como el que pregunta.
Aplaudir. Al aterrizar, indefectiblemente se debe aplaudir. No me explayaré al respecto, ya que traté el tema en uno de los post citados precedentemente. Así es que lean, con un flojo basta y sobra en este lugar.
Robarse cosas. Muchas veces puede justificar el viaje. La necesidad de llevarse un souvenir –o varios– supera a muchos de estos viajeros. Los cubiertos –en la era pre plástico–, audífonos –aunque con dos terminales son inútiles fuera del avión–, frazadas, revistas, bolsas de mareo. Todo vale. Lo importante es saquear el aparato. Sé de personajes que incluso se llevaron el chaleco salvavidas que estaba bajo el asiento.
Al final lo que de verdad importa es que, gracias a todas estas prácticas, el viaje será inolvidable. Para el viajero, sin duda, pero de seguro también para el resto de los pasajeros, para la tripulación e incluso para la aerolínea. Gracias por volar con nosotros.
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Conversaciones embarazosas
Aunque el título puede llamar a engaño, no se trata de conversaciones que den vergüenza.
Hombres y mujeres son diferentes, qué duda cabe. Pese a la cacareada igualdad, a las constantes luchas por hacer equivalentes ciertos aspectos de ambos géneros, hay diferencias que no se pueden obviar. Pero más allá del cliché de Venus y Marte, hay un tercer género –Plutón, o algo por el estilo–, del que no se habla tanto. Y no me refiero a minorías sexuales, travestidos, homosexuales ni hermafroditas. No señor. Me refiero a las embarazadas, que mientras mantienen esa condición, de verdad son un género aparte.
Esto me traerá consecuencias, lo sé. Represalias. Amenazas, tan de moda últimamente. Mal que mal, una de las características de este género de las embarazadas es su alto poder de represalia, haciendo uso de su fuero. Pero en fin. Soy un apóstol de lo que no aporta, un enviado de la Ignorancia –así con mayúscula–, embajador de lo irrelevante en este mundo. Y como tal, debo cumplir con mi tarea. Cueste lo que cueste. Así que aquí vamos.
Las embarazadas conversan de cosas que sólo para ellas tienen interés. Incluso temas que sólo ellas entienden. Por eso tienden a juntarse entre ellas. Desarrollan un sentido que les permite reconocerse incluso aunque no estén mirando. Olor, vibraciones, qué sé yo. Pero donde haya una embarazada –así la concepción se haya producido durante la siesta de la que se acaba de levantar– será reconocida por sus pares. Y se iniciará la conversación. Ni hablar de las amigas embarazadas que se juntan a almorzar, o que salen a comprar. Eso es cosa seria. Para quienes sin formar parte de este género –mujeres no embarazadas y hombres– se encuentren de improvisto en presencia de más de una embarazada simultáneamente, ya pueden irse preparando. Los temas que escuchará son los siguientes:
Los kilos. Una fijación de las mujeres, cierto. Pero la obsesión de las embarazadas es sorprendente. La comparación de los gramos que ha subido cada una abre los fuegos en cualquier conversación. Que si es normal subir tanto, que tan poco, que está bien así, que si vieras lo que cuesta después bajarlos. Espantoso.
Otros efectos sobre el físico. Cualquiera que esté presente en una conversación de embarazadas quedará bastante informado sobre algunos, o todos, de los siguientes tópicos: retención de líquidos y consecuente hinchazón de las extremidades; várices; estrías; aumento en la frecuencia con la que van al baño; estreñimiento; acidez; dolores de espalda; calambres. Para qué seguir. La lista es prácticamente interminable.
Remedios y otros. Cualquiera que presencie una conversación de embarazadas debería, posteriormente, ser capaz de recordar palabras como vitaminas, hierro, magnesio, calcio, ácido fólico y una infinidad de otros compuestos que, para una embarazada, son tan comunes como hablar de chocolates, manzanas o porotos. Lo hacen parecer tan cotidiano, como si fuera cosa de ir a la verdulería de la esquina y pedir un kilo de magnesio y un paquete de ácido fólico. Con esos nombres, estos compuestos no pueden sino producirme una profunda desconfianza.
Los ginecólogos. Una raza superior, sin duda. Tratar sólo con mujeres, y en algunos casos mayoritariamente con embarazadas, los hace dignos de admiración. Recuerdo el chiste aquél que dice que “el ginecólogo trabaja donde los demás hombres se divierten”. El punto es que este personaje ocupa gran parte de las conversaciones de las embarazadas. Que mi doctor me dijo, que es tan agradable, el mío no, imposible de ubicar, no sé qué voy a hacer si nunca lo encuentro… Pasan horas en este tema. Cuando se aburren, pasan a la matrona. Y vuelta a empezar, aunque a esta profesión por lo general le asignan menos tiempo.
La ropa. Otra obsesión habitual de las mujeres, en el caso de las embarazadas se produce una interesante mutación: primero a la ropa maternal y luego a la ropa de la guagua. Datos de tiendas, modelos, colores, intercambio de prendas, recomendaciones de lavado. Los subtemas posibles son numerosos.
La comida. Hay algo en la comida que vuelve locas a las embarazadas. Debe ser algún mandato de la naturaleza, porque de otra manera no me lo explico. Son simplemente insaciables. No distinguen salado de dulces, ensaladas de sándwiches, todo lo que sea comida les sirve. En ingentes cantidades, por cierto. A ratos uno se siente en peligro, no vaya a ser que en un descuido le llegue un mordisco. Una precaución: no mencione el tema como yo –mártir, idiota o un poco de cada cosa– lo estoy haciendo, ni las mire demasiado cuando comen. Es el equivalente a tirarle las orejas y la cola a un Rottweiler mientras se alimenta. Sobre todo, evite comentarios del tipo “cómo te quejas después de los kilos, si comes así”. Son altamente riesgosos.
Implementación. Uno de mis preferidos. A estas alturas, existen aparatos –y modelos de los mismos– para todo: coches, sillas de auto, cunas, corrales, mudadores, moisés, columpios. La gama de productos es enorme y, obviamente, se necesitan todos. Ni hablar de la implementación propia de la embarazada: fajas, cojines especiales y, favorito entre favoritos, el sacaleche, idealmente eléctrico. Eso de enchufarse un aparato que succione lo encuentro sencillamente de otro planeta. Aunque –hay que reconocerlo– al menos tiene un fin más noble que otros aparatos igualmente eléctricos, mecánicos o inflables que existen en el mercado.
Hace poco tiempo nos juntamos 5 parejas de amigos a comer. Cuatro de las mujeres presentes estaban embarazadas. Imagínense la situación, era como comer en un pabellón de maternidad. Poco después, fui invitado –con cierto grado de coerción, por qué no decirlo– a un apasionante panorama llamado Expobebé. Creo que pocas veces he estado tan desagradado. Encontrar estacionamiento fue, ya que estamos en el tema, un parto. Logramos entrar para encontrarnos con tacos de coches en los pasillos. De verdad. Las guatas chocando unas con otras, un calor infernal, música infantil de fondo. Y todo a la hora de la siesta. Una verdadera tortura.
Por suerte me falta poco para salir del tema. Días. Cuenta regresiva. Pero mientras lo pienso, me doy cuenta de que sólo saldré de un tema para entrar en otro. Ya vendrán conversaciones sobre pediatras, vacunas, mamaderas, sopas y pañales. Pero eso… eso ya es otro tema.
ACLARACIÓN:
Para evitar problemas con parte importante del poco (pero bueno) público de este sitio -y con mi señora esposa- me permito aclarar que mi último post se refiere puntualmente a las conversaciones de embarazadas, lo que no quiere decir que no valore el esfuerzo enorme que hacen las féminas del planteta por mantener la especie. Que la especie deba ser mantenida, en todo caso, me parece digno de discusión.De todas maneras, a ellas -y a ELLA- mi más profundo agradecimiento y admiración.
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