El recuento

29.6.07 15 Comments

Hoy me desperté con sed de clichés. Y por eso quiero hacer un recuento del tipo “cosas que no he hecho, cosas que quiero hacer, cosas pendientes y logros…”. Ustedes saben, esos recuentos de año nuevo, pero a mitad de año. ¿Por qué no? ¿Por qué esa necesidad de fechas determinadas para hacer las cosas? Está bien, algunas cosas tienen fechas. No es cosa de hacer el loco abrazando y deseando feliz año nuevo en abril, pero hay otras cosas, asociadas a fechas puntuales, que podrían hacerse en cualquier momento.

Y como amanecí con gusto por lo cliché, ya lo advertí, parto con la repugnante frase de lo que hay que hacer en la vida. Ésa de “plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo”. Qué frase más horrible, lugar común entre lugares comunes. Cliché puro y simple. Especial para hoy.

Entonces, aquí vamos. Tiempo de recuentos. En serio y no tanto. Como todo en la vida.

El árbol. Llevo varios plantados, no sé exactamente cuántos. Árboles, arbustos, flores. Independiente de la maleza que adorna las jardineras del departamento. Aunque no la planté, tampoco he hecho nada por arrancarla, por lo que en cierta medida me responsabilizo por ella. O sea, la premisa vegetal la tengo más que cumplida. Una menos.

El libro. Ya como que perdió brillo este tema del libro. Ahora cualquier idiota escribe una payasada, lo imprime –autoedición, se llama en elegante– y se consigue otro idiota que lo presente en algún local de mala muerte. Estos libros por lo general son de pésima calidad –el material, la impresión y el contenido, plagado de faltas de ortografía y una redacción ininteligible– y son regalados por el autor a sus cercanos. Nada de ventas, no señor. Esto es amor al arte. Claro, tan arte como el del citado Evaristti.
Bueno, así con el libro. Yo no tengo libro todavía, pero formo parte de CandyFunto, que los hace. Y por ahí saldrá algo, luego. Cualquier cosa aviso. Así que este está pendiente, pero avanzado.

El hijo. En camino, y por llegar. De hecho, la guata de mi señora se hace cada día más inviable. Por un asunto de física, digo. Así que también la “tarea” del hijo está por cumplirse. Aunque en estricto rigor es hija. Ya tiene su pieza, su cuna, ropa y cosas varias de las que hay que tener para estos casos. Muchas de ellas desconocidas para mí hasta ahora, por supuesto. Sobre esto, me permitiré no ironizar en lo más mínimo. No porque no quiera, sino por las posibles represalias.

Ahora que logré salir de la trilogía “árbol, libro, hijo”, un recuento más acabado de cosas que aún no he hecho, y que creo toda persona debería hacer antes de morir.

Parapetarme. En cualquier parte, contra cualquiera. Pero necesito usar el verbo en primera persona. Poder contarle a alguien –a lo mejor los nietos– que una vez me parapeté. Es algo que necesito hacer. Ya me cansé de oírlo sobre otras personas, por lo general encapuchadas. Quiero ser yo, alguna vez, el parapetado. Y si no lo hago, al menos les enseñaré a mis hijos y nietos a conjugar el verbo. Y a parapetarse, claro.

Conocer pueblos. En mi lista de pendientes están Combarbalá; Machalí, aunque el falo haya sido exiliado; Peor es Nada, porque un pueblo con ese nombre hay que conocerlo, y Champa.

Hacer un recorrido gastronómico. Comiendo tomates en Limache; sandía en Paine; papas y curanto en Chiloé; dulces en La Ligua, Curacaví –con chicha– y Curicó; ostras en Curaco de Vélez. Y tomando pisco en Elqui, claro. Todo en un solo e ininterrumpido viaje porque, debo confesar, varias de estas cosas ya las he hecho a lo largo –y ancho– de mi vida.

Decir algunas frases. Siempre he querido usar algunas frases, pero no me he atrevido. Como "soy más que una cara bonita"; "nadie es indispensable, ni siquiera yo"; "no es fácil ser tan inteligente", y "oye, no soy perfecto, también tengo derecho a equivocarme alguna vez". Cosas de ese tipo. Alguna vez.

Eso por ahora. Muchas cosas quedan fuera, pero ya irán apareciendo. Por ahora, con un recuento de las cosas que tengo pendientes para hoy me basta. Y me sobra, a decir verdad.

La culpa

22.6.07 15 Comments

Dicen que la conciencia ayuda a decidir en el momento de decir o hacer algo. La clásica imagen del angelito y el demonio, a ambos lados de la cabeza, tratando de inclinar la balanza hacia su lado. La imagen clásica de dibujos animados y películas, reinterpretada por Alberto Montt en la ilustración que acompaña este post.

Pero no importa cuánto uno lo piense, siempre está la posibilidad –incluso la certeza– de hacer lo incorrecto. La opción de que gane el de rojo y no el de blanco. Este último se retira, digno, para volver a la carga cuando las aguas se han calmado. Es entonces cuando aparece la culpa.

La culpa es una sensación terrible. Esa idea que ronda la cabeza, el no debería haber dicho esto o hecho esto otro, es insoportable. Dicen que es la conciencia, que remuerde. Yo no sé. Pero es desagradable sentirlo.

La gran mayoría de la población tiene conciencias –y sus consecuentes culpas– relativamente equilibradas. Es lo normal: que a veces gane el ángel y otras el demonio, en esa eterna lucha del bien y del mal. Pero existen también dos ejemplares dignos de reconocimiento: los culposos y los que no saben qué es sentir culpa. A continuación, una breve descripción de ambos casos.

Los culposos.
Los compadezco profundamente. Son aquellos que, no importa las buenas intenciones que hayan tenido, o incluso lo bueno de las acciones y sus resultados, siempre se sienten culpables de algo. ¿Hizo algo malo? Directo al infierno. ¿Hizo algo bueno? Directo al infierno también. Por qué, se preguntará alguien. Porque son culposos, ya está dicho. Es su culpa que eso bueno que hicieron no haya favorecido a más personas, o que para beneficiar a millones haya pasado a llevar a uno solo. Eso los condena.

Con estas personas no se puede entrar en razón. Da lo mismo los argumentos entregados, en ellos la culpa siempre será más fuerte.

Los sin culpa.
A estos no los compadezco, sino que los envidio. Van por la vida olímpicamente, cagándose a –y en– medio mundo, sin sentir nunca remordimiento (pregunta para la casa: ¿antes del remordimiento alguien sentirá mordimiento?).
Casos insignes son los obesos mórbidos que tragan ingentes cantidades de comida chatarra, y que lejos de sentirse mal por eso, lo disfrutan, y los alcohólicos anónimos y curados conocidos, que en medio de la caña del día siguiente comienzan a planificar el próximo carrete. Ya me quisiera yo una conciencia así.

Con estos ejemplares tampoco cabe discutir. No importa el argumento, ellos nunca habrán hecho nada malo.

Un tercer caso, a medio camino pero que no llega a constituirse en un personaje con culpa promedio, sino en un espécimen de museo, es lo que he denominado, con poca o nula imaginación:

Los pseudo culposos.
A estos personajes los envidio aún más que a los sin culpa. Ellos son, en realidad, personajes sin culpa pero con suficiente conciencia de lo que la falta de culpa genera en otras personas. Y por lo mismo, fingen culpa y/o justifican sus acciones con excusas que les parecen plausibles. Aunque la mayoría de las veces no lo sean.
Un caso emblemático es el de la mujer a la que “le llegó una platita”. Es la excusa que ella considera perfecta para explicar el Porsche nuevo, el viaje –crucero por las islas Griegas, un par de meses en Europa o algo equivalente–, o la nueva casa. La excusa es estrictamente cierta, pero no explicita que esa “platita” le llega todos los meses, habitualmente de inversiones heredadas o directamente de la cuenta corriente del marido.


Ya quisiera yo tener que fingir culpas como las de estos personajes. Por el momento, me quedo con la conciencia remordiéndome porque no he actualizado este blog todo lo que quisiera.

Nace CandyFunto

18.6.07 8 Comments

Como diría Julio Martínez, JM, vaya paradoja. Nace CandyFunto. Es que morir es nacer un poco, y nacer es morir a otra forma de vida, diría un filósofo. De cuneta, obvio.
Aunque esta es una iniciativa que aporta, me permito la libertad de ponerla aquí. Para eso el blog es mío, ¿no les parece?

Entonces, les cuento.

CandyFunto es un Misterio –así con mayúscula– de la fe. Somos tres –como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como los chiflados, los Reyes Magos, como los mosqueteros, los tristes tigres, como los alpinos que venían de la guerra– y también somos uno, todo a la vez. CandyFunto es uno y trino. No pregunte cómo puede ser eso, porque es un Misterio, ya está dicho. Ni siquiera nosotros lo entendemos. No queda más que creerlo.

CandyFunto nace de un grupo de amigos que busca reírse. Así de simple. Amigos que por cosas del destino nos conocimos, y en el camino nos fuimos dando cuenta de que veíamos la vida de manera parecida: riéndonos de casi todo y casi todos, partiendo por nosotros mismos. Y –detalle importante– con un humor que muchas veces era poco comprendido por los demás.

Los productos CandyFunto son el resultado concreto de ésta, nuestra terapia: reírnos de lo que nos pasa, por malo que sea. Y dibujar y escribir y hablar sobre eso. Nuestros productos buscan arrastrar a la mayor cantidad de gente a esta forma a veces absurda de ver las cosas, de encontrar segundas –y terceras y cuartas– lecturas.

CandyFunto busca fomentar y agrupar diferentes iniciativas de humor gráfico, que nacen tanto desde la gráfica propiamente dicha como desde otros ámbitos –como el humor escrito– pero que puedan verse complementadas y enriquecidas desde el mundo de la gráfica.
Esta iniciativa busca ser un paraguas común bajo el cual tengan cabida proyectos ya existentes o en proceso de creación, pero también ser un espacio creativo en el que nuevos y variados proyectos vean la luz. Un espacio que atraiga a jóvenes –y no tanto– a traer ideas propias para desarrollarlas en conjunto. No buscamos popularidad, ni fama. Tal vez un poco de gloria.

Sólo queremos mostrar a otros la forma en que vemos la vida; riéndose de los problemas. Que en medio del más intenso drama de sus vidas, puedan por un segundo pararse y verlo como una mala teleserie, un mal reality –aunque sea redundante– o un chiste de mal gusto. Y reírse de eso, aunque sólo sea para tomar fuerzas y seguir llorando. Si algo buscan los productos CandyFunto es un cambio de switch: lograr que, de una vez y para siempre, dejemos de tomarnos tan en serio.

Por lo pronto, tenemos página web (¿no se dieron cuenta?) y un par de libros y otras sorpresas. Todo debidamente anunciado, a su tiempo, en nuestra página web. Si llegó aquí sin ingresar a CandyFunto, lo felicito. Hay que ser un malabarista de Internet para hacerle el quite a todos los vínculos que puse. Última oportunidad. Un campo minado, pero valió la pena, ¿no?

Chile al Guinnes: el pelotudo más grande del mundo es chileno

16.6.07 23 Comments

Como lo prometido es deuda, y pese a la repulsión que me provoca, aquí voy con Marco Evaristti, el ex chileno al que le dio por pintar de rojo la cumbre del Mont Blanc, en Francia. Una idiotez, claro. Mal que mal, por sus venas corre sangre chilena.

El señor Evaristti me produce una indignación tremenda. No porque yo sea un defensor del medio ambiente, militante de Greenpeace o algo por el estilo. Simplemente encuentro que creerse artista por hacer las imbecilidades que hace no resiste análisis. Me recuerda a esos pseudo artistas que hacen “instalaciones” y creen que por eso deben ser reconocidos. Lo peor es que muchas veces lo son, aunque sus “obras” sean horribles.

Pero centrémonos en este infame personaje, y revisemos algo de su currículum, que llega a dar asco, tanto figurativa como literalmente.

Jugueras con peces de colores. En el MAC. Una idiotez sin límites. Los peces en jugueras pueden aparecer como algo estético. Personalmente vi fotos y no me parecieron feas. Pero tener las jugueras enchufadas, y al alcance del público. Según Evaristti, la idea era ver si el público era capaz de apretar el botón, pasarles a los observadores la responsabilidad. Por favor. ¡Estamos en Chile! De haber realizado la exposición como inicialmente pretendía, los peces no hubieran durado ni un minuto. Imagínense el gusto de los escolares al apretar el botón. Seguro hubieran pedido peces nuevos para seguir jugando.

Albóndigas hechas con su grasa. En la Galería Animal, Evaristti saboreó estas exquisiteces junto a 11 invitados. No sé cómo esto puede acercarse siquiera a ser arte. Debería ser delito, derechamente. Lo más repugnante es que alguien se robó 2 latas de albóndigas. Según Evaristti, una lata de sus albóndigas podría venderse en 20.000 euros. Siempre habrá enfermos mentales con plata.

Un mojón de oro con moscas de diamantes. También en la Galería Animal. Creo que no merece mayores comentarios. Aunque, si queremos ser justos, nada de lo que aparece aquí lo merece.

Manchar el Mont Blanc. La gracia partió tallando un WC en la nieve y pintándolo con jugo de frambuesa, para luego usarlo. Ése era el apronte antes de pintar con el mismo fluido –el jugo, se entiende– la cumbre del Mont Blanc. La policía francesa lo detuvo y le confiscó el jugo. Él, creativo, desplegó un lienzo rojo. Una pelotudez del tamaño del Mont Blanc, claro, pero él no solamente lo hace, sino que se jacta de ello.

A mí Evaristti me produce muchas cosas: rabia, vergüenza ajena, algo de pena. Indignación, sobre todo. Porque me indigna la idiotez. Y más me indigna la idiotez cacareada.

Aprovecho aquí de recoger otras opiniones:

Justo Pastor Mellado, prestigioso crítico y teórico del arte, lo consideró “un chanta”. A propósito de sus albóndigas, recordó que en los setenta el francés Michel Journiac hizo prietas de su sangre. Por lo mismo, asegura que lo de Evaristti no es más que “un recocido hediondo”. Aunque lo dice figurativamente, sospecho que también podría resultar literal.

Más tajante es Antonio Gil, en una columna en LUN. En ella, Gil se refiere a Evaristti como “un chanta a tiempo completo”. Dice respecto de su intención de pintar el Mont Blanc: “Chilenitos descerebrados y manchadores ya teníamos en cantidad suficiente con el par de marihuaneros que perpetraron un grafiti espantoso en un muro precolombino de Cuzco. Nos parece, Evaristti, que esa yunta de mozalbetes te ganó el quién vive en la cochambrosa carrera por ensuciar el patrimonio ajeno.” Pero la mejor frase, ésa que nos interpreta a todos, aunque algunos no quieran admitirlo es la que se despacha a continuación: “Te aconsejaríamos, de todo corazón, meter los genitales en una máquina de moler carne o en un ventilador puesto a full, para así lograr uno de esos impactos mediáticos que tanto te conmueven y que parece que te ponen la piel de gallina.” Notable.

A mí lo único que me tranquiliza un poco es que Evaristti sacó nacionalidad danesa, lo que lo obligó a renunciar a la chilena. Aunque él se considere chileno, claro. El tema es que, técnicamente, no es chileno. Su idiotez, sin embargo, lo delata.

Ahora Evaristti anuncia que viene a pintar el Salar de Atacama. La alcaldesa de San Pedro ya anunció que se las tendrá que ver con ella, y con las comunidades indígenas de la zona. Por el bien de Evaristti, más le vale no haberse olvidado de cómo somos en Chile. Nosotros no somos como los franceses. Menos todavía las comunidades indígenas cuando las violentan. Acá no habrá reconvenciones ni le confiscarán su jugo de frambuesas. Si se le ocurre ir a manchar la Pacha Mama, puede ser que lo maten, o que lo hiervan en jugo de frambuesa. Una idea: siguiendo con su arte culinario, hagan con él niñitos envueltos. Ésa sí sería una acción de arte.

Debajo de las piedras

8.6.07 33 Comments

Esto de buscar compatriotas en todas partes, dicen, es un asunto universal. Es, de hecho, un recurso conocido en el periodismo, que permite acercar noticias aparentemente lejanas y hacer que la gente sienta empatía. O eso es lo que enseñan a los futuros periodistas.

El punto es que el periodista chileno –y el no periodista también, es cierto– supera todos los límites imaginables. Ya dirá alguna española algo como “acá en España sí que buscamos a españoles en el mundo, chocho”, pero me tiene sin cuidado. En esto sí que no hay nación que nos supere.

Al chileno no hay nada que lo apasione más que saber que hay compatriotas en cada tragedia, inauguración, celebración, gran estafa o cualquier evento a nivel mundial. De hecho, una gran entretención al saber de cualquier acontecimiento importante en el extranjero es apostar cuánto se demorará en aparecer el chileno que andaba paseando por esos lados. A continuación, algunos ejemplos, a modo meramente ilustrativo. Porque, ya se sabe, basta levantar una piedra para que salga un chileno. Y eso en Chile no es raro, pero en otras partes…

Es lo que muchos denominan “la presencia chilena”. No hay lugar en el mundo que se salve de un chileno, muchas veces oportunista, muchas otras dispuesto a cualquier cosa con tal de figurar, otras tantas delinquiendo en mercados más atractivos que el nacional. Pero la gran mayoría de las veces se trata de un simple peatón chileno –turista o residente– que iba pasando inocentemente por el lugar de los hechos.

Partidos de tenis y/o fútbol. Cuando al selección nacional –eso que muchos llaman, repugnantemente, “la Roja de todos”– juega en el extranjero, o cuando un tenista nacional participa en un campeonato, pro más lejano que sea, siempre hay una barra chilena. Hace algunos días la selección jugaba en Costa Rica, y había barra. Luego en Jamaica, y entre los volados del estadio había chilenos. En Dubai, Sri Lanka, Níger, Camboya, ni hablar de Australia, siempre habrá nacionales apoyando.

11S, 11M. Detesto las siglas, pero bueno. Torres Gemelas, aquella catástrofe magistralmente retratada por Delfín Quishpe. Claro que había chilenos, cómo no. Dos, para ser exactos, murieron allí: Juan Armando Ceballos y Michael Wallace. Que no era pariente de William. Pero hay más: a algunas cuadras del lugar paseaba Edgardo Silva, otro chileno, que –era que no– fue corriendo a la zona cero y estuvo varios días ayudando en la búsqueda de sobrevivientes y víctimas. Aunque muchos alabaron la solidaridad del chileno, a mí me suena al anteriormente tratado voyeurismo ante las catástrofes y/o accidentes. En el metro de Madrid también hubo chilenos, por supuesto.

Tsunami en Asia. Claro, también había chilenos por allá. La desaparición de una chilena tuvo al país prácticamente paralizado durante días. Es una noticia triste, claro. Trágica, lamentable. Pero viendo las noticias, a ratos parecía que la ola hubiera arrastrado a una sola persona. Además, otros chilenos que andaban viajando por la zona se dieron por desaparecidos durante varios días, porque no se tenía noticias de ellos. Finalmente aparecieron, pero marcaron presencia nacional.

Cualquier operación de drogas a nivel mundial. Siempre hay al menos un chileno implicado en cualquier gran operativo antidrogas. Y no por el lado de los “buenos”, precisamente. Al parecer el chileno es lo suficientemente emprendedor y diligente como para hacer carrera en este competitivo rubro. El punto es que no importa si es en España, Francia o Rusia, donde hay tráfico hay presencia nacional. Pero ahora el antisocial de exportación se ha diversificado. Ayer mismo apareció en los medios la detención, en Rumania, de Felipe Moreno Godoy, chileno, junto a un iraní, por terrorismo. Nada de picantes molotov al guanaco, ni de bombas de ruido en cajeros automáticos. No más terrorismo de juguete. Ya estamos en las grandes ligas.

Lanzazos a granel. Organizaciones completas de “lanzas” pululan por el mundo en busca de billeteras, carteras, maletines o lo que se les cruce por el camino. Chile siempre ha sido gran exportador de lanzas, no cabe duda. El más famoso fue el Cabro Carrera, célebre lanza que –aunque después diversificó sus negocios– se inició en este sutil arte en nuestro país, para luego partir a probar suerte a calles más pobladas de atractivos botines. Y hace no tanto tiempo la policía española desmanteló una banda que operaba en Madrid y otras ciudades españolas, íntegramente compuesta por chilenos. Industria nacional expandiéndose a otros mercados. Un ejemplo de emprendimiento.

El tiroteo de Virginia Tech. Reciente acontecimiento, debo confesar que me sentí decepcionado. Por suerte ningún compatriota murió, marcando la excepción que confirma la regla de los chilenos en las catástrofes. No pasa por ahí mi decepción, sino porque ninguno de los chilenos que estudiaban en dicha universidad vio directamente los hechos. Ninguno era amigote del coreano desquiciado. Nada, sólo personajes secundarios en una gran catástrofe. Lo que se llama desteñir.

La bandera chilena. Aparece en todas partes, es impresionante. Pero uno de los momentos peak fue cuando Gabriela Lazo –chilena, claro– en plena inauguración de la Jornada Mundial de la Juventud en Roma, burló todas las medidas de seguridad y puso la bandera sobre las rodillas del Papa Juan Pablo II. La avivada fue celebrada por todo el país, por supuesto. Porque aunque el mito de que la bandera chilena ganó una competencia de banderas sea falso, algo que sí podríamos pelear es el título de la bandera omnipresente. Creo que ni los gringos, con sus detestables barras y estrellas, nos pueden igualar. O tal vez sí. Bueno, se me salió el chauvinismo.

La presencia nacional en la película o serie extranjera. A estas alturas, no queda serie o película en la que no haya un chileno. Lost y Heroes –la gringa, obvio, no la de Prat– tienen a un actor chileno en el reparto. Antes fue Cristian de la Fuente, aunque fuera extra. Otras veces es el utilero, la maquilladora, el director de la segunda unidad, el que se encarga del catering. Lo que importa es que haya un chileno. O hijo de chileno, o sobrino, o bisnieto. Da lo mismo, para el caso siempre será chileno.

Por último, quisiera hacer un llamado a todos quienes tengan antecedentes desconocidos de la presencia nacional en el extranjero, a que los hagan públicos. No tengo dudas de que uno de los mecánicos del Apolo 11 era chileno. De que uno de los primeros en martillar el Muro de Berlín era chileno. De que entre la tripulación del Titanic iba un connacional. Seguro en el día D, en el desembarco en Normandía, en cada una de las grandes batallas de los últimos tiempos, hubo al menos un chileno. El gásfiter de Gorbachov en los tiempor de la Perestoika y la Glasnot debe haber sido chileno. En Bahía Cochinos seguro hubo un compatriota. En Hiroshima, sin duda. De hecho, no me extrañaría que Adán hubiese sido chileno, o que en Babel, luego de construida la famosa torre, uno de los constructores, en medio de la confusión, haya huido despavorido luego de gritar algo como “chuuu, la mansa cagaíta… no se les entiende ni raja”.

Unámonos todos por desenterrar a esos gloriosos compatriotas que, antes que nosotros, supieron estar donde las cosas pasaban. Que, desde hace siglos, supieron ejercer esa cualidad chilena de estar en el epicentro de la noticia. Una sola restricción: no me nombren a Marco Evaristti, el gracioso del Mont Blanc. Con ése voy yo en mi próximo post.

La del chileno

1.6.07 26 Comments

La cultura de un pueblo, la idiosincrasia de una nación, está determinada por ciertas actitudes y acciones que con el correr de los años –a veces siglos– se han ido arraigando entre la población.

En este contexto hay actitudes que, aunque se puedan ver en otras partes del mundo, no me cabe duda son eminentemente chilenas. Esas cosas que uno sabe el chileno va a hacer llegado el momento. Esas costumbres que le permitirían a uno reconocer al compatriota en cualquier parte del mundo, aun de lejos y sin escucharlo hablar.

Son actitudes y costumbres que uno puede prever. Aquéllas en que el efecto sucede a la causa instantáneamente, sin que medie un proceso racional o lógico. Son cosas para las que el chileno viene programado desde su nacimiento, o desde su más tierna infancia. No las cuestiona, no las piensa, sólo actúa. Acción y reacción.

“Por sus actos los reconoceréis”, dice la Biblia. Aunque un poco fuera de contexto, aplica perfectamente aquí. A continuación algunos actos intrínsecos del ser nacional, que le permitirán reconocerlo en cualquier parte. Si usted practica alguno personalmente, le sugiero lo evite a futuro. Y si es superior a sus fuerzas y no puede evitarlo, al menos trate de ser discreto.

Aprovechar lo gratis. Actitud muy propia de nuestros compatriotas, puede constatarse cualquier fin de semana en el supermercado que tenga más a mano. Las promotoras de cualquier cosa no alcanzan a llegar a los pasillos y hordas de gente se abalanzan sobre ellas, arrebatándoles lo que sea que promocionen, arrasando con lo que se cruce en su camino. El paseo puede durar todo el día, puesto que de la degustación de pisco sour pasan a la del jamón, de ahí al queso, al mote con huesillos y vuelta al pisco sour, en un carrusel eterno. Salen del supermercado almorzados, claro. Otras variaciones de lo gratis se dan en inauguraciones o eventos de cualquier tipo, donde los mozos son prácticamente asaltados por personajes que sacan canapés, empanadas o lo que haya, siempre de a varias. Para el camino.

Chiflar o silbar al escuchar el número 69. Un acto de pésimo gusto, impresionantemente chileno. No importa si por los altoparlantes del aeropuerto llaman al vuelo 69 o si en el bingo, luego del par de patos, sale el dichoso número. El hecho es que no bien lo escucha, el chileno chifla. Simplemente no puede evitarlo. Cuentan que algunos han aprendido a chiflar sólo para poder hacerlo al escuchar la cifra. Un dato: si el último par de números de su patente es justamente 69, cuide bien de estacionar adecuadamente. No vaya a ser cosa que llamen al conductor de, digamos, el vehículo patente RS 12-69. La rechifla que se llevaría sería impresionante.

Rayar. Esta es una obsesión del chileno. Marcar territorio, como los perros. Pero como no se trata de andar meando a diestra y siniestra, el chileno raya. Murallas, baños públicos, cmarotes de casas de retiro, piedras, monumentos, lo que sea. Idealmente el rayado se hace con plumón o pintura en spray, aunque un clavo pasado con fuerza sobre una superficie puede ser más indeleble que una simple pintura, por lo que no es una alternativa que pueda ser desechada. El caso emblemático es el de los ariqueños que fueron a rayar un muro declarado patrimonio al Cuzco. Brillantes ellos. ¿Los mensajes más recurrentes? “Bairon y Yenifer se aman locamente”, "aquí Yesenia se hizo mujer", “yo estuve aquí”, “qué mirai sapo” y, clásico de clásicos, “pico pal que lee”.

Pedir un bistec a lo pobre en cualquier parte. No puede ser de otra manera. El chileno tiene que pedir el bistec a lo pobre, no importa que esté en una marisquería o en un restaurante de pastas, o en el más fino restaurante francés. Para el verdadero chileno, el único almuerzo posible en un restaurante es el dichoso plato. Y con dos huevos.

Pararse a mirar en cualquier accidente. No es la cacareada solidaridad del chileno. No señor, porque el ciudadano de a pie no se para a ayudar, sino a sapear. El chileno, ante un accidente, es por esencia voyerista. Mira, comenta, llama a los conocidos para contarles lo que pasa. Choques, atropellos, desmayos en la vía pública son todos acontecimientos altamente apetecidos por los mirones profesionales. Más de alguno recordará el caso de un suicida que quedó colgando, muerto, por una ventana del céntrico edificio donde vivía. Como estuvo un buen rato colgando, los peatones aprovecharon de sacarse fotos con el colgado de fondo, filmar lo que pasaba y comentarlo profusamente. La calle completa se paralizó. Recuerdo otra ocasión en que un desmayo en la Plaza de Armas de Santíago convocó a una multitud que incluso conseguí sillas en los locales cercanos para, parados sobre ellas, tener una mejor visión de lo que ocurría.
Ni hablar de un choque. El mayor atochamiento no se producirá porque los autos bloqueen la calle, sino porque todos los autos que pasan por el lado lo hacen lentamente, para alcanzar a mirar.

El contacto con la naturaleza y los eventos naturales extremos. Lluvias torrenciales, inundaciones, granizo, tormentas eléctricas. El chileno debe exponerse necesariamente a las inclemencias del tiempo. Basta que comience a granizar para que multitudes salgan a la calle, ojos bien abiertos mirando hacia el cielo, a competir por quién recibe el granizo más grande y –en el mejor de los casos– quedar tuerto con un pedazo de hielo incrustado en la córnea. Eso les asegurará un lugar destacado en el noticiero, el que podrán ver desde la sala de espera de la Posta más cercana al lugar de los hechos.

Aparecer detrás de quien esté saliendo en cámara. Antiguamente, la aparición se limitaba a dar saltos detrás del periodista o entrevistado, hacerle “orejitas”, saludar, cruzarse mandando saludos a la mami. Hoy, de la mano de la tecnología, todo eso quedó obsoleto. La moda actual es pararse disimuladamente detrás de quien está en cámara y llamar por celular a familiares o amigos, para avisarles que prendan la televisión. Sólo cuando algún conocido lo esté viendo, y también disimuladamente, se saludará con la mano.

Dejar los encuentros en el aire. El chileno es incapaz de concretar. Basta encontrarse con algún conocido para, luego de la conversación, terminar con un “hablamos”, o un más cercano “nos vemos”. Por lo general estos encuentros o posteriores conversaciones nunca llegan a producirse. Pero cuando, al cabo de varios años, nos volvamos a encontrar con esa persona, el ritual será el mismo. Como si alguien creyera que de verdad se van a ver o a hablar.

Documentar y difundir sus idioteces. En esto los chilenos dictan cátedra. Basta que cometan una idiotez –idealmente un delito– para que sientan la imperiosa necesidad de documentarlo y difundirlo, orgullosos. El más reciente caso es el del par de idiotas corriendo a 280 km/h por una autopista: lo grabaron, dieron datos precisos como modelo del auto, fecha y hora, y lo subieron a Internet. Unos genios.